Hernán Peláez Restrepo o la parábola del buen vecino
Por: Ricardo Rondón Ch.
La Pluma & La Herida
El arte de dorar la píldora, que es mostrar la cruda realidad desde una perspectiva solaz y llevadera, ha tenido en Hernán Peláez Restrepo, al frente de La Luciérnaga, desde sus inicios, hace veintidós años, el mejor modelo de criterio periodístico, veracidad, responsabilidad y, lo más importante en el circuito radial, lealtad con el oyente, traducido en su don de gentes. Con todo esto, anuncia dar un paso al lado del programa de mayor sintonía en Colombia, el próximo 23 de diciembre.
Oír ante micrófonos a Peláez durante todos estos años, se nos había convertido en un hábito tan sencillo, agradable y similar al de interactuar con el mejor vecino de la cuadra, como se solía hacer en otras épocas de la cultura del barrio y de la proximidad de la gente: ‘arreglar el país’ al calor de unos tintos, analizar los bajonazos del Santa Fe o del Deportivo Cali, alegrarnos con la contratación uruguaya del equipo de nuestros amores, apostar unas rupias por acertar con el compositor de un bolero magnífico de Toña ‘La Negra’, o simplemente entregarnos a la delicia del coloquio, el rumor y el gracejo.
En esas lides y durante muchos años, a través del milagro hertziano, Peláez Restrepo se ha consolidado como el mejor maestro en su oficio: el hombre dilecto, culto, cuidadoso con el lenguaje, pero sin imposturas ni prosopopeyas; más dado a oír y delegar la palabra, que a tomársela por su cuenta y saturarla de adjetivos, pretensiones lingüisticas y falsos moralismos, como es común hoy en día en las tribunas mediáticas, sobre todo en las ‘especializadas’ en política y deportes.
La sabiduría de Peláez -y ojalá la tengan en cuenta las nuevas generaciones de periodistas y comentaristas-, fue explorar como cardiólogo (aunque él es Ingeniero Químico), cuáles eran las necesidades y las apetencias del oyente. De ahí que en los albores de La Luciérnaga, memorabilia del apagón Gaviria en 1992, se fue de vitrinas de tiendas de discos en Bogotá (La Rumbita, Discorama y Bambuco, hoy desaparecidas) con $150.000 en el bolsillo, a esculcar en la melodía del recuerdo, la que ahonda en el miocardio, pero también la que exalta los ánimos e incita a brillar chapas. Esa fonoteca puede estar hoy nutrida con más de tres mil discompactos.
Ese ejercicio de estetoscopio en el corazón de la audiencia a través de la música, empezó a arrojar generosos resultados, y en el trayecto del programa se convirtió en la banda sonora de un país voluble y surrealista capaz de cogerle el paso en la calle a La Pollera Colorá después de un triunfo sufrido de la Selección Colombia, o de retirarse a los aposentos íntimos para llorar en silencio un valsecito de Los Trovadores del Cuyo, fúnebre salmodia de una tragedia nacional, un desastre natural con numerosas víctimas, la brutal arremetida de un grupo alzado en armas en el palacio que se erige a la justicia colombiana, o el lamento desesperado de un padre que narra el drama de la muerte de su hijo, a manos de un hampón, por robarle el celular.
Mezcla de clínica psiquiátrica, chiva festivalera y patio trasero para el jolgorio y el esparcimiento, La Luciérnaga, en todos estos años, ha sustentado en su legitimidad el eslogan de Caracol Radio: ‘La gran compañía’. Y esto ha sido posible a su comandante en guardia, Hernán Peláez, y por supuesto a su talentoso equipo de colaboradores, de quienes nos referiremos más adelante.
Un profesional como su director, que después de la cortina que identifica a La Luciérnaga comienza saludando con un ’buenas tardes’ a los pensionados, a vigilantes, soldados, secuestrados, desempleados, tenderos, amas de casa, mecánicos, campesinos, obreros, transportadores, zapateros, ornamentadores, enfermos en los hospitales y prisioneros en sus celdas, etc., ya tiene de entrada el corazón de la audiencia entre el bolsillo.
Su preocupación por el oyente es tan respetuosa y cargada de minucias, que lo ha ubicado como termómetro de lo que puede estar sucediendo en cabina: el estado de ánimo de quienes la ocupan, un cablecito suelto que chirrea, y hasta el imperceptible ruido del tacón de una productora acosada por los nervios en sus premuras al aire. De todo eso está pendiente Peláez.
No en vano su cabeza es una de las mejores amobladas de la radiodifusión en Colombia. Si está conectado al Pulso del Fútbol, con Iván Mejía (ese postre predilecto del almuerzo), le hace click a su brillante lucidez, apenas comparable con la del Funes memorioso de Jorge Luis Borges, para citar como si fuera un verso la alineación de un equipo criollo, cualquiera que sea, en reminiscencias de los años 50 o 60.
La Vitacerebrina de Peláez también da para traer a colación a compositores, directores de orquesta, cantantes y escenarios que abundan en sus registros y anécdotas musicales. Fútbol y Música, los dos territorios que él más ha abonado en su carrera empírica pero de honoris causa como comentarista y hombre de radio, desde aquel invierno del 64, cuando debutó en cabina en el Torneo de Juventudes de América.
Ducho en estas dos disciplinas, la del músculo y la audacia, y la de la belleza auditiva representada en las artes de Melopea, Hernán Peláez se ganó el título de ‘doctor’, una palabra tan devaluada en estos tiempos, pero que en él luce si desde su alusión etimológica se refiere, la de su matriz griega, doxa (opinión), en su caso, el que opina sin juzgar, como siempre lo ha hecho, el que ofrece su dictamen sin rasgarse las vestiduras ni instigar al alboroto y a la displicencia, como es costumbre fastidiosa en la mayoría de comentaristas deportivos.
Pero de todas las virtudes de Peláez, la más intrínseca, la más notoria, sin que él se empeñe en revelarla, la de su don de gentes. En los treinta años que llevó como caracolero impenitente, jamás me he enterado de un roce con alguien de su empresa, superior o subalterno, o que haya dado puntadas para que las lenguas viperinas o las revistas rosa le atribuyan un chisme maluco, menos un escándalo. Sí de algunos tropiezos con gente inconforme, conflictiva y debilitada ante la grandeza y el éxito, que él ha asumido con entereza y sabiduría.
La buena Química que Peláez aprendió en las aulas universitarias, pero que escasamente aplicó en los morteros. las termas y los vasos comunicantes de los laboratorios, la ha canalizado en su vida personal y profesional, en sus bondades de esposo, padre y abuelo; y en esos afectos entrañables con su grupo de trabajo a lo largo de más de dos décadas con su familia de La Luciérnaga, que ya empieza a arrugársele el corazón tras su anunciada partida. De esa buena química debe estar complacido el científico ruso Dimitri Mendeleiev, creador de la Tabla Periódica de los Elementos, que nos obligaban recitar al derecho y al revés, con sus puntuales símbolos y especificaciones, en los años ardorosos del bachillerato.
Compañero y cómplice, casi que alcahuete con su equipo de trabajo, es un disfrute oír a Peláez a partir de las cuatro de la tarde, después del habitual boletín de noticias en la voz operática de Álvaro Gómez Zafra. Es una puesta en escena donde él abre las puertas del país que nos acontece para permitirnos reflexionar sobre su dura y muchas veces cruenta cotidianidad, a través del caleidoscopio de la parodia, el guiño atávico, el gracejo, la magia del repentismo.
Después del artista invitado, que puede ser Agustín Lara, el doctor Alfonso Ortiz Tirado, Benny Moré, Leo Marini o Bienvenido Granda -uno de sus favoritos con la Sonora Matancera-, entre una larga lista, comienzan a pregonar los tribunos de la denuncia, la corruptela, el escándalo político de la jornada, el tumbe de un funcionario desvergonzado, o las precariedades de un pueblo remoto de la geografía, con la lengua afuera por falta de agua y al borde de una epidemia.
En Bogotá, a la diestra de Peláez, Claudia Morales, de quien tengo una imborrable postal de La Gran Manzana, en un verano feliz del 97: una versión criolla de Pretty Woman, con Julia Roberts, cuando un ventarrón indiscreto levantó su breve y delicada falda, justo al frente de Rockefeller Center. En ese entonces Claudita hacía sus pinos de reportera del espectáculo en CM&, y ya dejaba entrever el apetito inagotable de información y confrontación; esa ansia de ver, olfatear y escrutar todo, pilares en el trasegar del periodismo investigativo que hoy ejerce.
En Tuluá (Valle), Gustavo Álvarez Gardezábal, Gardeazábal, que es su marca registrada. Uno no entiende cómo el autor de ‘Cóndores no entierran todos los días’ saca tiempo para darles purina y ‘expiojar’ a sus gansos, atender la fila de ‘lagartos’ que circulan por su finca de Río Frío, contestar decenas de llamadas, leerse a primera mañana una docena de periódicos y revistas, conectarse a medio día con el libretista del programa, y narrar fechorías e impudicias de cama de obispos consagrados con seminaristas afeminados e insatisfechos. Gardeazábal, uno de los literatos mejor dateados de este país, incólume a amenazas y sufragios de aviso.
En Medellín, Pascual Gaviria, abogado, columnista de El Espectador y articulista de Universo Centro, en formato virtual, una suerte del desaparecido tabloide El Espacio, pero con una lectura literaria. El hermano menor del Ministro de Salud está vacunado contra todo, producto de una leve hipocondría congénita que se le somatiza en un sarpullido de aquello que destile o huela a ‘torcido’, y cuyo remedio, después de botar corriente en La Luciérnaga, hace efecto con el ejercicio de contemplación del casting de pasitas rubias y tornasoladas (menores de 25 años) en la pasarela de los viernes al caer la tarde, en cualquier bulín del Parque Lleras, acompañado de una cerveza o un mojito. Cundo no, en el ‘Atanasio Girardot’, transmutado en sátiro eufórico por el amor de sus amores: El Atlético Nacional.
En nicho aparte, es decir, fuera de la cabina, la puesta en escena polifónica desde teléfonos off de récord, corre por cuenta de imitadores y comediantes: Alexandra Montoya, veinte años en el programa, madre de Juan José, de dos años, su polo a tierra; Comunicadora Social y próxima a graduarse en Jurisprudencia de la Universidad del Rosario.
Alexandra, ojitos chinescos, cutis de comercial de cremas revitalizadoras, corte de cabello y sonrisa de Mafalda, tiene la osadía de tomarle el pelo al paso de los años. Está intacta. Debe ser por su actitud desparpajada, su derroche de humor y creatividad, el mejor elíxir. Su vida ha estado dedicada al estudio, al trabajo, y en la última etapa a su pequeño crío.
Tiene un repertorio de más de cien personajes, entre ellos Salud Hernández-Mora, María Emma Mejía, Ingrid Betancur, Shakira, Piedad Córdoba, Clara Rojas, la ex contralora Sandra Morelli, Nohemí Sanín, Martha Lucía Ramírez, Claudia López, Gina Parodi, Diana Uribe, entre otras; además de sus simpáticas creaciones: ‘La patojita’, la santandereana, la tolimense, ‘Eufrosina Simbaqueba’, Paola Turbay, Natalia París, ‘Doña Pepita’, ‘Alicia Machacando’. Los fines de semana y fiestas de guardar, no da abasto a atender la demanda de sus espectáculos unipersonales. Partido ideal.
Pedro González ‘Don Jediondo’, el típico humor arracachero, que tantas veces le ha puesto en aprietos la vejiga a sus compañeras con sus descabelladas ocurrencias. Pedro es la agudeza, el sarcasmo y la inmediatez. En su galería de personajes como imitador sobresalen las voces de Roy Barreras, Hector Elí Rojas, Fernando ‘El Pecoso’ Castro, Néstor Morales, Julio Sánchez Cristo y Gabriel Muñoz López. El doble sentido de ‘Don Jediondo’ es directamente proporcional a la acidez y el colesterol de las viandas, entresijos y menudencias que ofrece al por mayor y al detal en su cadena de piqueteaderos.
Fabio Daza, serio, bumangués, con una semblanza sombría de contador juramentado al servicio de una fábrica de licores. Egresado de la Academia Arco como locutor y productor de radio y televisión, de los contados que quedan. Guillermo Díaz Salamanca (hoy extraviado en los laberínticos ferrocarriles de RCN), con la aprobación de Hernán Peláez, le dio el pasaporte a La Luciérnaga, toda vez que el llamado ‘Hombre de las mil voces’ fue promotor y orientador del taller de imitadores del emblemático espacio radial.
Daza empezó imitando en ese entonces a Arturo Abella (el de “fuentes de alta fidelidad”), Baltazar Botero, Belisario Betancur, Virgilio Barco, y continuó ya disparado con Antanas Mockus, Francisco Maturana, Hernán Darío ‘El Bolillo’ Gómez, Monseñor Pedro Rubiano, Enrique Peñalosa, Alfonso Gómez Méndez, Germán Vargas Lleras, el Procurador Alejandro Ordóñez, Angelino Garzón, Ernesto Samper, Misael y Andrés Pastrana, el general Rodolfo Palomino, el presidente uruguayo Pepe Mujica, entre otros.
Nelson Polanía, el popular ‘Polilla’: No podría él estar al mismo tiempo con ‘Don Jediondo’ porque la guachafita que arman entre los dos, echaría por la borda el programa. Por eso Peláez los turna. Polanía es de los que asegura, sin lugar a bromas, que no puede sentirse más agradecido con lo que Dios y le vida le han dado: “Mi familia, el peso pesado de mi mujer (la ‘Gorda Fabiola), mis hijos, y que a uno le paguen por mamar gallo, eso es una bendición”
Las parodias de ‘Polilla’ tienen que ver con reconocidos perfiles como Jaime Bayly, el cura Hoyos, Juan Manuel Santos, Poncho Rentería, Juan Fernando Cristo, el escritor Fernando Vallejo, Andrea Echeverri, Pacho Santos, Gustavo Petro, Antonio Navarro Wolf, Charly García, entre otros.
Óscar Monsalve, ‘Risa Loca’, exiliado del ‘Manicomio de Vargas Vil’, el majareta de ‘arriba rating’, quien transmite desde Medellín en coordinación con su libretista de planta en esa ciudad, Juan Machado. Es la cheveridad en pasta y uno de los ‘hijos queridos’ de Peláez, aunque a veces ha tenido que apretarle riendas cuando tiende a desbocarse en su ímpetu lenguaraz. Compañero de cabina en la capital antioqueña de Andrés Sánchez, ‘El Muelón’, quien imita a Leonel Álvarez. J.J. Rendón, Sergio Fajardo y el ministro Alejandro Gaviria.
En la disparatada garganta de ‘Risa Loca’ se cocinan a diario voces como las de Juanes, el compositor e intérprete mexicano Juan Gabriel, Hector Ronkón, Frank Solano, el narrador deportivo Múnera Eatsman, Diomedes Díaz, el ex comisionado de Paz hoy ‘domiciliado’ en Canadá Luis Carlos Restrepo, Martín de Francisco, el técnico de fútbol Juan José Peláez, Léider Preciado, Néider Morantes, el expresidente español José María Aznar, el payaso ‘Risaloquita’, entre tantos.
Juan Ricardo Lozano, el popular ‘Alerta’, y en La Luciérnaga, el ‘Cuentahuesos’, autor de los chistes desabridos más risibles que se conozcan, el único anatema permitido en las cláusulas del humor. Dios en su sabiduría y omnipotencia lo salvó de meterse en camisa de once varas en su aspiración al Congreso de la República, y después de cumplir a su convalecencia en el pabellón de chamuscados, Peláez le reacomodó la silla vacante en cabina.
Los orates de la chiva rumbera de La Luciérnaga no podrían bailar al ritmo frenético como lo hacen tarde a tarde, de no contar con unos tipleros a bordo, que a falta de caña reparten jaleo del bueno y parranda a granel, a partir de la parodia y el doble sentido como partitura. Son los integrantes del grupo ‘Revolcón’, que inspirados en músicas criollas y foráneas ponen sobre el tapete asperezas y cuestionamientos de la realidad nacional.
Marco Aurelio Giraldo ‘Corozo’, Yedinson Flores ‘Loquillo’ y Gonzalo Álvarez ‘Chalo’, juglares de las montañas antioqueñas y varias veces coronados reyes de la trova, son los partícipes de este pentagrama burlesque que interactúa, en serio y en broma, con las cabezas mayores del programa.
La Luciérnaga tampoco tendría un orden, un contexto y una coherencia en el papel, si no fuera por la neurosis positiva de quien es su creativo y argumentista desde hace quince años: El periodista y libretista de Duitama (Boyacá), Jairo Chaparro. A las siete de la mañana, ‘Jachaparro’, como son las iniciales de su twiiter y su correo electrónico, ya se ha tomado seis tintos y ha desmenuzado en pantalla quince periódicos nacionales, la revista Semana, las páginas web de La W y Caracol, y varias de la competencia, porque de eso se trata el monitoreo.
Sólo una mujer inteligente y comprensiva como Marthica Monroy, la esposa de Chaparro, puede descifrar la locura ingeniosa y productiva del libretista estrella de La Luciérnaga, cuando se suelta a botar corriente y a llamar por teléfono a Hernán Peláez para darle a conocer los temas del día, y en consecución sentarse al computador a escribir los libretos de imitadores y comediantes.
Ardua labor en el teclado que suele culminar hacia las dos de la tarde, cuando ya en Caracol entrega a cada uno el material impreso: “Opinar, escribir ceñido a la verdad pero con humor sano, que arda un poquito, pero que no deje cicatriz”, es la fórmula de Jairo, que no ingiere Válium ni Prozac para enderezar los nervios y superar el estrés de uno de los quehaceres más críticos y responsables de La Luciérnaga.
A este grupo se unen, de cuatro de la tarde a siete de la noche, Chemas Escandón con sus despachos deportivos, Ley Martin y Vicente Moros con sus bocadillos de salsa, y Aleida Salcedo con sus reseñas de música romántica. Y la voz noticiosa de Álvaro Gómez Zafra, el tenor de la ‘Ciudad Bonita’.
Con esa selección de lujo, y otros de antología en el génesis del espacio radial, Hernán Peláez Restrepo ha bailado a su aire el bolero feliz de La Luciérnaga: su casa, la casa de todos, donde cabe el país y sobra cupo para los que faltan. Y en esa trashumancia de la radio, en El Pulso del fútbol, en el Café con Peláez, y en La Luciérnaga, nos acostumbramos al calor, a la hermandad y a la complicidad que sólo seres humanos como él irradian.
Tiempo para un bolero en el break
Hace dos años peleó con garra y colmillo con una enfermedad que, por cruel y demoledora, no vale la pena darle importancia llamándola por su nombre. Gracias a su tenacidad, a su amor por la vida y por el oficio, y al respaldo mancomunado de Beatriz, su esposa, sus hijos, sus nietos, y el personal con quien ha trabajado, desde el presidente de la cadena, Ricardo Alarcón, hasta la señora que le limpia su escritorio y lo atiende con una agua aromática, Peláez sigue en pie, lúcido, vital y optimista, tan alegre como para, en un break, bailar con Alexandra Montoya un bolero de Benny Moré o de Bienvenido Granda.
Hay vecinos que nos han hecho por años la vida tan agradable, que duele que anuncien su partida. Uno de ellos, tan escasos en estos convulsos tiempos, se llama Hernán Peláez Restrepo. Pero estoy seguro que no será tan dura su ausencia como el enorme y perdurable recuerdo que abrigaremos de él.
Quizás en un futuro no tan remoto, una tarde de lluvia y de romanzas, y por asuntos de saudade, contaremos a los nietos la memoria de Peláez, el hombre que amaba el fútbol, la salsa, el bolero y la vida, y que por él y los de su pléyade nos matriculamos para siempre con la radio.
Es que los buenos vecinos como Hernán quedan acuñados en el corazón el barrio, hasta el fin de los días.