Frente a esa nueva realidad se tiene que implementar un modelo de educación crítica con formación ciudadana para el cambio social, en un orden de convivencia pacífico, que mejore la conciencia cívica sobre el malestar social reinante. Un logro que se podrá alcanzar a través de prácticas que superen la indiferencia y temor frente a los cambios, pues de no hacerlo, implicaría perder una oportunidad histórica y quedar en una situación de acomodo al statu quo de disfuncionalidad social y a la grave anormalidad de aceptar sin crítica un sistema de injusticia y de desequilibrio social extremo.
Es necesario que esta formación cívica sea capaz de canalizar la insatisfacción general y evitar la expresión irracional, de desahogo por canales violentos, para que desde las propias aulas se busquen alternativas y soluciones que superen las graves anomalías de disfunción del sistema. En ese orden, es urgente reconocer que la gran mayoría de planes curriculares vigentes, desde la escuela más elemental hasta los posgrados, en sociedades de miedo y conflicto como la colombiana, evaden con facilidad el contexto político y social; por ello la necesidad de llenarlos de contenidos, que desde la observación crítica contribuyan a transformar los contenidos descontextualizados por currículos que tengan como centro el entorno de realidad que se vive. Y, de paso, que conciencien a todo el corpus social sobre la importancia de alcanzar soluciones pacíficas de fondo a los problemas dentro de su propio entorno.
Por ello, un factor de cuidado, es el negativo forzamiento de las teorías sobre las realidades; por lo que es necesario motivar la capacidad de observar lo cercano, en contexto, y producir juicios de valor y conceptualizaciones propias para llevarlas a confrontar con otras apreciaciones empíricas con el objetivo final de verificarlas con saberes documentales, exegéticos y teóricos. Así, un acercamiento real al interior de los problemas, desde los problemas, y no desde afuera; además de otorgar autoridad a quien emita nuevos juicios, coadyuvara a la comparación de evidencias empíricas de experiencias y de contextos similares aún no estudiados.
Desde el docente se debe partir de la premisa que una sociedad no puede transformarse si mantiene los mismos parámetros educativos que reproducen los valores del sistema que aspira superar. De allí la importancia de generar definiciones y conceptos que se adapten, como ya se dijo, a la realidad transicional presente y a la que está por venir.
Para lograr ese objetivo, es muy importante una clara coincidencia entre los cursos y sus currículos con las prácticas investigativas; pero también, con las necesidades directas de la comunidad más cercana. Es decir, que todo saber tenga un impacto de utilidad y realización inmediata.
Por lo tanto, la obligación inicial de cada docente será la toma de conciencia sobre una gran responsabilidad: su propio cambio. Si él mismo no cambia, reproducirá los resabios y falencias del sistema que en principio querrá transformar. Esta fase será muy exigente porque le demandará un ajuste constante y crítico de las prácticas que domina y en las que, con seguridad, se siente cómodo, para desarrollar dinámicas educativas de carácter experimental que asuman los principios de formación para la libertad, la democracia real, el respeto del otro y, algo fundamental, para la construcción de Paz, entendida como una construcción de esperanza.
En el plano teórico, el docente deberá respetar en estricto los autores y teorías al asumirlos como insumos de conocimiento, pero nunca más como “el” conocimiento. Pues, en el nuevo orden, tendrá que entender por conocimiento la confrontación lógica entre los saberes de la tradición y los saberes propios alimentados por la realidad vigente y en contexto. Y recalcar que para cubrir la necesidad de una sociedad menos agresiva es urgente el desarrollo del hábito del pensamiento abstracto en abierta reducción del pensamiento concreto.
Respecto al estudiante, es crucial que se forme como sujeto estudioso, con capacidad crítica suficiente, que le posibilite ser sujeto decisorio de su propio destino y, sobre todo, de un destino colectivo. Donde asuma que su educación será en esencia distinta a la existente y forjadora de una realidad diferente, para alfabetizarse, en el sentido de Paulo Freire, en el desarrollo de una conciencia crítica capaz de generar su participación ciudadana capaz que rompa el esquema tradicional de la educación para mandar y obedecer. Su éxito no se medirá en términos individuales, su éxito particular; sino en la medida que trascienda hacía la validación de un mejor destino colectivo, el éxito social.
En relación con el sector público, aquél que regula la educación en su totalidad: como gestor, inversor, impulsor, supervisor y acreditador de las políticas educativas; deberá asumir una responsabilidad autocrítica en vista de los resultados negativos evidenciados por todos, para que impulse prácticas y cambios estructurales para que en un plazo breve funde, desde sus atribuciones y obligaciones, los cambios que considere oportunos y funcionales para una transformación sustancial del modelo educativo y, por ende, de la sociedad en general.
Por último, en este posible escenario, en esencia integral, también hay que incluir a los padres y tutores; pues en la casa los más pequeños y adolescentes tendrán que recibir saberes y estímulos que los hagan interesar por pensar por ellos mismos. Empezar con el ejemplo, factor que juega un papel básico en la educación temprana en valores de libertad y convivencia. Asegurar un espacio sin sobresaltos de violencia intrafamiliar, en las que el diálogo y la explicación a las órdenes o requerimientos propician un aprendizaje para la mejor convivencia en pareja, en familia y con el núcleo social al que se integrarán los niños y jóvenes en un futuro de Paz.
(*) Docente del Doctorado de Educación y Sociedad de la Universidad de La Salle