lunes noviembre 18 de 2024

A VUELAPLUMA

02 febrero, 2015 Opinión

augusto leon restrepoPor Augusto León Restrepo

Creo que el campeonato que los colombianos podemos ganar con facilidad, si lo hubiere, es el de los cachicerrados. Aquí hay que repetir a toda hora enunciados y principios que debieran estar instalados en el colectivo social. Reiterar a diario, por ejemplo, que si algo es indispensable es construirle arcos torales a la justicia colombiana. Una nación que no crea en ella está al borde del despeñadero. Que es lo que sucede en estos momentos en que cualquiera pone en solfa las decisiones de la justicia y se inventa los más disímiles argumentos para eludirla o para desacatar sus dictados.

El pretexto que está de moda es el de que hay persecución política contra los indiciados por parte de los fiscales y los jueces, máxime cuando aquellos han sido actores brillantes en la vida pública del país. Otros alegan que son objeto de acusaciones, para sacarlos del camino de sus aspiraciones electorales o solas con el prurito de amargarles la vida, de hacerles subir las escalas de los despachos judiciales, como se dice en el argot abogadil. O que las denuncias están basadas en falsas acusaciones y en torcidos testimonios. Y es que todo se judicializa, sin que para semejante plaga existan remedios efectivos. Pero consideramos sin reticencias, que quienes aparecen en investigaciones por hechos delictuosos y tratan de eludirlas con el peregrino argumento de que son perseguidos por razones políticas o animadversión de los funcionarios, se niegan a concurrir a los estrados y asumen el papel de víctimas y perseguidos, no dan la cara y prefieren asumir el triste papel de prófugos de la justicia, en nada contribuyen a la redivindicación ni al imperio de lo justo. Hay que probar la inocencia por encima de los obstáculos y las talanqueras, como un personal imperativo.

La justicia colombiana adolece de venal y perversa. Y en muchas ocasiones de verdugo de inculpados. Casos como los de los presuntos asesinos de Luis Carlos Galán o del Diputado valluno Sigifredo López, son de común ocurrencia. Lo que sucede es que no tienen la suficiente exposición mediática. Es indiscutible la existencia de fallas protuberantes en los procedimientos probatorios y son muchos los inocentes que hay en las cárceles sumariados o condenados. Las demandas contra el Estado por los fallos de sus representantes en la Rama Judicial, son invaluables. No hay presupuesto suficiente para atender al pago por los perjuicios ocasionados. Innegable. La situación invita a eludir la justicia o a negarse a cumplir sus veredictos. Pero también hay que reconocer que hay mecanismos para salvarse de los tentáculos de quienes abusan de la toga y acarrean daños irreparables contra los individuos y zozobra y desilusión en la sociedad.

No podemos perder el apego a la institucionalidad, dígase el que se diga. La justicia tiene que volver por sus fueros y sus oficiantes a la dignidad que sus tareas llevan impresa.   Más para ello es indispensable que todos tomemos partido. Primero, con valerosas conductas ciudadanas que impliquen una vigilancia continua y permanente sobre las providencias fiscales y judiciales, que se utilicen para acabar con quien piense distinto al régimen. El garrote judicial para quien opine diferente no se debe permitir. Y cuando se sospeche o se haga real hay que intensificar las denuncias a través de los medios de comunicación. En principio, siempre he sido crítico de la publicación de la justicia. Los jueces y magistrados deben hablar a través de sus providencias. Pero es tan eficaz el control de las actitudes desviadas a través de las redes sociales y del periodismo radial y escrito, que estas deben mantenerse abiertas y avizor sobre el proceder de quienes tienen en sus manos el poder de juzgar, para evitar los atropellos, los abusos y las sentencias atrabiliarias. Las facultades de Derecho deberían contar con observatorios especializados que les permita salir con suficientes armas en defensa de los vilipendiados por los jueces. Máxime cuando se les quiera utilizar como catapulta para derribar la oposición al establecimiento, oposición que tanto se requiere y que debe cobijarse y protegerse como indispensable en el deficiente sistema democrático que escogimos. Pero también exigir la suficiente entereza y valentía para enfrentar las causas y censurar las conductas de quienes huyen cuando suena el primer triquitraque incriminatorio. Sí al grito, a la protesta y a los plantones cuando se violen en flagrancia las sagradas garantías ciudadanas – la libertad en primer término- pero sin distingos de ninguna índole. Para todos. Es el mismo el ciudadano de a pie que la mas deslumbrante figura política.

Esto implicaría, desde luego, el acatamiento total a las conclusiones y procedimientos judiciales. Que quienes resulten señalados como presuntos delincuentes, acudan a ejercer su derecho a la defensa utilizando los medios específicamente provistos en los códigos. Recusaciones, recursos, instancias, apelaciones, controversia de las pruebas, acompañamiento de la Procuraduría, en fin, todo aquello que permita una nítida y limpia definición de la litis entre el Estado y los ciudadanos. Conducta cristalina de los jueces, pero también acatamiento sin reservas a los dictados y señalamientos institucionales. La ley de la selva no puede triunfar por encima del contrato social. Esto sería el acabose.

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