Hacen el ridículo pero no cambian
Durante los debates en el Senado sobre el TLC con Estados Unidos, el ministro de Comercio, en respuesta a mi reclamo porque esos tratados obligarían a Colombia a importar la comida de su población, me dijo: “Y quién ha dicho, senador, que el país tiene que producir sus alimentos; si se tienen carbón y petróleo, con sus exportaciones puede conseguirse con qué pagar las importaciones que se requieran”. Unos días después, en un artículo en el diario La República como redactado para mí, reiteró su posición y puso como ejemplo a un país africano que con algodón lograba lo que él proponía que los colombianos consiguiéramos con minería. Y hace un par de años, en Medellín, en un congreso de estudiantes de economía en el que coincidimos, reiteró que con productos mineros podía comprarse la dieta nacional.
Pero lo peor de esta historia es que el personaje no está loco, pues si así fuera, bastaría con conducirlo a un manicomio. Lo que él defiende es la doctrina de las ventajas comparativas, es decir, la teoría con la que las potencias justifican el libre comercio. Cada país, sostienen ellas, debe especializarse en lo que produzca con mayor competitividad y, con esas ventas en el mercado mundial, adquirir lo demás que requiera.
El primero en plantear la división internacional del trabajo fue el inglés David Ricardo (1772-1823), quien la ilustró señalando que Inglaterra –el país cuyos intereses representaba– debía dedicarse a la industria, mientras que a Francia y Estados Unidos les tocaba especializarse en la producción de vinos y maíz, respectivamente, sugerencias que por supuesto no siguieron estadounidenses y franceses. Porque es sabido lo catastrófico que resulta para un país especializarse en la producción de materias primas o en bienes de poca transformación, que por definición sufren por la estrechez e inestabilidad de sus mercados y no jalonan el progreso científico y tecnológico ni el empleo de mayor nivel. Y también se conoce que los países, si se lo proponen, pueden modificar las ventajas comparativas, adentrarse en los procesos productivos complejos y aumentar el total de su producto y el ingreso por habitante, como lo ilustran los recientes casos de Corea y China.
Y si la falacia de la ventaja comparativa la imponen en el agro –ordenándole a Colombia dedicarse a los cultivos tropicales e importar lo demás–, cómo no habrían de imponérsela también a la industria, según ha ocurrido desde César Gaviria.
Este horror de política económica sufrió su primer colapso en Colombia en 1999, cuando se volvió imposible financiar con más crédito externo e inversión extranjera el aumento de la importaciones, del servicio de la deuda y de las remesas de utilidades de los inversionistas foráneos, que no pudieron pagarse con las exportaciones, cuyas cifras estuvieron muy lejos de los incrementos prometidos por los neoliberales.
Lo que vino luego de la crisis en la administración Pastrana fue una relativa recuperación económica durante los dos gobiernos de Uribe y el primero de Santos, recuperación que explicaron por la llamada “confianza inversionista” –el nombre con el que motejaron el libre comercio–, cuando en realidad tuvo origen en el incremento de los precios internacionales de la minería y la disminución de la tasa externa de interés, realidades en las que nada tuvieron que ver ambos presidentes. Y la bonanza minera no se usó para empujar el desarrollo nacional sino para torpedearlo, porque con esos recursos los gobiernos pudieron ocultar que las fórmulas de las ventajas comparativas y del Consenso de Washington destruían el agro y la industria y les entregaban la economía a las trasnacionales.
Pero lo peor de esta historia es que cuando los cambios en los precios de dólar y la minería ponen en ridículo la falacia neoliberal, Santos se empecina en ir más allá de las recetas de los TLC, a través de la OCDE. Si no se supiera a qué poderes les sirven y cómo ganan ellos en la operación, también cabría pensar que sufren de demencia.
Cómo hace de falta construir la más amplia convergencia, de sectores populares, capas medias y empresarios, urbanos y rurales y de todos los orígenes, para empezar a construir el bloque nacionalista capaz de derrotar el mal gobierno y cambiarle el rumbo a Colombia.