La única obligación de un escritor es recordar más que los demás: Daniel Ferreira “Clarín”
Por: Jorge Consuegra
(Libros y Letras)
Daniel Ferreira “Clarín” ganó el Premio Clarín de Novela en Buenos Aires, convirtiéndose en el primer extranjero y el primer colombiano en ganar este galardón
– ¿A qué edad empezó su pasión por los libros?
– Para ser escritor antes hay que ser lector. Yo leí siempre. Es un sentir. Es decir: no recuerdo la época en que no sabía leer. Pero empecé a escribir a los 12, diarios sentimentales, subjetividad abominable, y una descripción de la vida local que por entonces tenía que ver con los muertos. Los de esa época, en San Vicente de Chucurí, en plena guerra de guerrilla y paramilitares (comienzo de los noventas). Cuando me vine a estudiar a Bogotá mi mamá tiró al reciclaje un cargamento de inútiles escolares. Entre esos objetos acumulados iban mis cuadernos del diario. Entonces escribí mi primera ficción. Tenía diecinueve años. Era una novela sobre un crimen colectivo: los paramilitares mataban a un poeta a causa de chismes y habladurías sobre el consumo de drogas. Era una exploración sobre la responsabilidad colectiva: todo el pueblo era responsable de propiciar esa muerte. Era también una pésima novela en clave sobre mis amigos y amores, sobre mis andanzas en el teatro experimental, y un intento de capturar el terror que todos teníamos por los asesinatos selectivos de la estrategia contrainsurgente implementada por los paramilitares de la región del Magdalena Medio. El libro nunca funcionó. El único logro que tenía era su forma experimental derivada de Rayuela: el tiempo estaba fracturado. Fue mi primer reto con las pruebas fundamentales del novelista: el control del tiempo, el punto de vista y la densidad de los personajes. Falló, en últimas, porque mi atención sobre el lenguaje y el idioma público era aún muy limitada.
– ¿Quiénes lo fueron sumergiendo en este apasionante mundo de la imaginación?
– Me hundí en ese barco yo mismo. Pero en el hundimiento me acompañaron mis amigos: una banda de borrachos que amaba la poesía. Éramos provincianos, estábamos aislados de todo, pero vivíamos la literatura con apasionamiento. Mientras la literatura siga siendo una pasión irrefrenable para algunos, no morirá.
– ¿Cuáles fueron los temas de sus primeros cuentos?
Temas infantiles, después tragedias sentimentales (toda juventud es estúpida), después la historia secreta de mi familia. Ahora los sueños y las causalidades que unos llaman azar, otros resonancia, otros premoniciones y yo manifestaciones de la divinidad.
– ¿Cuáles fueron sus primeras lecturas de grandes escritores?
– Los libros que me robé de la biblioteca pública. Aun los conservo. Estos: Las naranjas de Hieronymus Bosch de Miller. Viaje al fin de la noche de Céline. Las Palabras de Sartre. También, aunque no me los robé, los clásicos del siglo XX editados por Oveja Negra. Estaban en la biblioteca pública del pueblo. Estos los recuerdo con una gratitud especial: eran tomos por idioma. Los autores italianos, donde estaban Pavesse, Buzzati, Papini. Los norteamericanos, donde estaba Capote, McCullers, Hemingway, Faulkner. Los franceses, donde estaban Sartre, Camus, Beauvoir. Los rusos donde estaban Tostoy, Dostoiewsky, Chejov. Los latinoamericanos donde estaban lo mejor del boom, y Carlos Fuentes, que nunca me ha interesado. Cien años de soledad estaba en un solo tomo. Fueron toda una academia para un lector como yo que no tenía libros en casa, salvo La Biblia, ese catálogo de incestos y de crímenes.
– ¿Qué libro recuerda especialmente en su adolescencia?
– El pozo de Onetti. El tambor de hojalata de Grass. Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones de Bukowski.
– ¿Cuáles fueron los escritores colombianos que siempre leyó?
– Constantemente estoy leyendo autores colombianos. Pero esto es lo mejor que he leído: Cuentos de zona tórrida de Manuel Mejía Vallejo. Vidas menores de Tomás Vargas Osorio. Cuentos completos de Pedro Gómez Valderrama. La cárcel de Jesús Zárate. Berenice de Andrés Caicedo. Sin remedio de Caballero. La casa grande de Cepeda Samudio. El otoño del patriarca. El crimen del siglo de Miguel Torres. Primero estaba el mar de Tomás González. El buen salvaje de Calderón. La poesía de Jattin. La poesía de Jaime Jaramillo Escobar. La poesía de Meira del Mar.
– ¿Qué escritores latinoamericanos estuvieron siempre en su biblioteca?
– Los he ido regalando desde que unos amigos me dijeron “intelectual del siglo XIX” por acarrear cajas de libros en mi último trasteo. De lo que no me pienso deshacer por ahora es de Cartucho de Nellie Campobello, del diario Borges de Bioy Casares y los tomos inagotables de Cabrera Infante. Leo a Bolaño, a Octavio Paz, a Reinaldo Arenas. Me encanta La vuelta al día en ochenta mundos de Cortázar. Al parecer seguiré siendo del siglo XIX mientras tenga un lugar dónde conservar esos libros.
– ¿Cuáles fueron esos «monstruos» de la literatura universal que lo acompañaron en sus lecturas?
– Suelo leer el canon, aunque esté manipulado por los titanes de la concentración editorial. Pero hay pequeños dioses menores que me han ayudado a vivir, más que a escribir: los libros de viajes de Blaise Cendrars, la poesía de Miyó Vestrini, la prosa gastronómica de Álvaro Cunqueiro, los poetas japoneses del periodo edo.
– ¿Cuál es el tema central de «La balada de los bandoleros baladíes» su primera novela?
– La historia de una madre que debe cuidar a un hijo subnormal durante toda su vida. Cuando sabe que ella va a morir antes que el hijo, cuando comprende que su muerte significa que lo va a dejar en el desamparo más absoluto, entonces la anciana decide poner el destino de esa vida en sus propias manos. Es la historia que humaniza este libro imaginado sobre el trasfondo de la violencia monótona de los años noventas en Colombia. Creo que el personaje principal, la metáfora del libro, está en esta madre y en este ser disminuido que debe sacrificado por compasión, mientras en ese mundo en que coexisten esos dos personajes, hay mil formas de matar sin compasión. Hay otras líneas dramáticas, que son las de dos delincuentes que se mueven por el negocio de la violencia rural en la Colombia herida y desangrada por las matanzas. Está también la historia de un parricida. Pero estas son exploraciones cruzadas sobre el origen, el entorno y el desarrollo de la violencia en el individuo.
– ¿Y cuál el tema de su otra novela Viaje al interior de una gota de sangre?
– La historia de un muro de la infamia pintado en una iglesia por un artista de pueblo. El muro es una denuncia pública de las matanzas que vive la región. Cuando los encapuchados lleguen a masacrar a la población, la historia dibujada se convertirá en la historia del libro. Es un gran fresco del que se extraen a primeros planos las vidas hipotéticas de quienes van a morir en una masacre. El personaje principal, es un niño que irá caminando en silencio por ese paisaje devastado. La época aludida es los años ochentas. Los protagonistas son las víctimas de la matanza. La técnica es crónica metafísica.
– ¿Qué lo impulsó para irse a Buenos Aires?
– Vivo en Colombia. Solo he ido a Buenos Aires por asuntos de negocios. Acaso me instale el próximo año para estudiar en la Universidad del Cine donde imparte clases Mariano Llinás, que reconcilió el cine y la literatura en esta película colosal: Historias Extraordinarias.
– ¿Cuánto tiempo duró en el proceso de redacción Rebelión de los oficios inútiles?
– La escribí en 2007 en un arrebato de escritura febril. Escribí enlazando las historias que había investigado en un archivo de historia regional y que completé con testimonios que me habían contado, años atrás, sobre una toma de tierras acaecida en 1969. La escribí por temor a que esas historias se me olvidaran.
– ¿Cuando terminó la escritura de la novela, tenía la ilusión de ganar un concurso con ella?
– Tenía la ilusión de que alguien la leyera. De que alguien me dijera honradamente si me había equivocado, de tema, de tono, de estilo, o si había logrado organizar una narración creíble sobre un episodio minúsculo y olvidado de una época que no viví. Pero la guardé y seguí corrigiéndola unos años más. Siete, porque escribir consiste en esperar.
– ¿Por qué resolvió escribir sobre un fragmento de la violencia en Colombia?
– Porque la única obligación de un escritor es recordar más que los demás.
– Uno de los temas de su novela es el fraude electoral de 1970, año en el que usted no había nacido… ¿Por qué escribió sobre ese hecho?
– No escribí sobre ese hecho. Escribí las vidas de unos personajes situándolos en una época determinada que son los años setentas del siglo XX, donde está registrado ese hecho. La historia es la de una clase social, la que consigue el sustento vendiendo su fuerza física, o proletariado, gente que decide cambiar las condiciones de injusticia en que vive, por sus propias manos, y a causa de ello serán perseguidos y asesinados.
– Siendo un tema tan colombiano ¿por qué cree que el jurado argentino resolvió premiar su novela?
– No creo que haya temas con nacionalidad. Seremos sociedades distintas por la cultura, por los orígenes, por el mestizaje, por la forma de preparar la carne de res, pero compartimos muchas similitudes en lo que concierne a abismos de clase. Los comentarios que oí es que esa misma historia (la de unos desposeídos que deciden cambiar las circunstancias de su vida enfrentándose a todo) ha ocurrido en todos lados, en Argentina, en Perú, en México, y paradójicamente siempre ha acabado como acaba otra vez en esta ficción.
– ¿Cree que su novela es un acto de reflexión sobre lo años aciagos que vivimos en Colombia?
– No lo sé. Son solo palabras encadenadas. Pero las palabras son memoria. Cualquier novela, hasta la más realista, hasta Operación masacre de Rodolfo Walsh o A sangre fría de Capote, es una reconstrucción estética de una realidad que es caótica, brutal, pero nunca ordenada, ni sublimada, ni coral. No escribo una historia documentada de la violencia. Tampoco me interesa una transposición de la realidad. Un periodista toma un hecho y lo sintetiza para informar. Un escritor toma un hecho y lo expande para explorar toda la complejidad. Si alguien tiene el descuido de leer mis libros tal vez pueda encontrar ecos del pasado vistos en retrospectiva, hechos aludidos, deshuesados y organizados o deformados por efectos narrativos y por el distanciamiento literario que toda ficción implica. Pero es difícil saber si eso puede provocar una reflexión sobre las violencias cíclicas que ha vivido el país. Si el lector está vacío, el libro no surtirá efecto, al menos en ese sentido que usted propone. Lo que me interesaba al escribir esos libros era construir la vida de un grupo de personajes expuestos a las consecuencias de sus actos, a las situaciones dramáticas de sus vidas y de sus muertes. La violencia colombiana es sólo el decorado dramático de mis libros, el pretexto para urdir la vida interior hipotética de unos personajes trágicos. Supongo que si alguien los lee de forma desprevenida tal vez los encuentre demasiado crudos. Supongo que para algunos lectores poco familiarizados con la literatura me convertiré en una especie de escritor impresentable, sobre todo ante las buenas conciencias que imaginan un país feliz donde no acaecieron hechos feroces como las masacres del Aro, de Mapiripán, las de Segovia, la del Naya que demuestran toda la indolencia y toda la barbarie de la que somos capaces los seres humanos. Pero ocurrieron. Y la literatura se nutre de la realidad, aunque a la realidad, a la hiperrealidad, ya no le interese lo que diga la literatura.
– ¿Ha pensado en presentar su novela en Colombia?
– Amazon dice que mis libros se editaron en Colombia en 2036. Algo extraordinario sucederá ese año. Por ahora, mientras mis libros sigan sin editarse aquí, me ahorro ese estrés. Además, considero que las presentaciones de libros son jerárquicas y reverenciales y absurdas. Un escritor no tiene nada qué explicar: la obra es elocuente, o habrá fracasado. La presentación ideal sería leer en público un fragmento, como hacía Capote y luego ver los rostros y descubrir lo miserables que somos, la fragilidad de nuestras certezas y la fugacidad de la vida que desperdiciamos hiriéndonos, encadenándonos a un trabajo, codiciando en vano.