jueves diciembre 19 de 2024

El sepelio de la abuela

03 junio, 2015 Opinión

Germán Cepeda Giraldo

Por Germán Cepeda Giraldo 

El  cadáver de la abuela en medio del salón, 24 bombillos, de esos modernos que brotan de las paredes, iluminaban la sala; a la cabeza del ataúd, un cristo descrucificado como queriendo invocar libertad, la libertad de quien termina su existencia; acompañaban al cristo, a sus lados, dos lámparas queriéndolo proteger de algo o de alguien; también 3 coronas de flores que significaban aprecio; 10 sillas con sendos apoyabrazos, que servían  de descanso a los familiares que venían de tierras lejanas, otros, tristes por la ausencia de Tulita -así se llamó en vida la finada-; sobre el ataúd un ramo de rosas blancas que simbolizaba pureza, la que exhibió Tulita; y, finalmente, completaban el salón mortuorio, tres mullidos sofás, como queriendo dar la sensación de sosiego que se necesita en esta clase de duelos.

Uno a uno iban llegando los parientes y amigos, unos se conocían, otros no. Y miraban reverencialmente a través del cristal el rostro inerte de la difunta. Unos murmuraban, con cierta sorna, «huy, pero si quedó linda», otros, en cambio, decían «la abuela se fue al cielo a descansar tranquila». Mientras tanto, los niños correteaban y jugaban, como queriendo decir «esto no es con nosotros». Sobre las horas del mediodía, un poco agotados y cual fábrica en pleno proceso de producción, doliente y amigo de la fallecida salieron despavoridos en busca del almuerzo, dejando el salón y a Tulita en la más triste soledad.

Posteriormente fueron regresando, y los rostros de quienes vinieron a dar el último adiós reflejaban ya no una tristeza infinita sino una paz interior duradera y verdadera. Las horas que siguieron transcurrieron en absoluto silencio, talvez por respeto o porque «barriga llena, corazón contento». El salón se conmocionó con la llegada de un séquito de empleados de la funeraria, correctamente uniformados, quienes tenían la expresa misión de llevar los despojos mortales de la finada hasta su cremación.

El traslado hasta el camposanto transcurrió con absoluta  normalidad, teniendo en cuenta el agotamiento general.

Allí el cortejo fúnebre fue recibido por un sacerdote bonachón y, mientras el cura realizaba las exequias, los despojos de la abuela, que fueron puestos sobre una especie de tarima electrónica, una vez finalizada la ceremonia, desaparecían para siempre. Finalizó así, ante los rostros compungidos de los asistentes el sepelio de la abuela.

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