miércoles noviembre 20 de 2024

Cajero automático, la obra ignorada de ARTBO 2015

05 octubre, 2015 Arte, Bogotá Ricardo Rondón Ch.

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Transmutación de Marilyn Monroe, de la serie Divas, fotografía lenticular del artista colombiano Maquiamelo. Foto: La Pluma & La Herida

Por: Ricardo Rondón Ch.

 No sé si fue a propósito, por el convencimiento de multiplicar lecturas distintas con relación al acto creativo, que la organización del evento dejó -¿o pasó por alto?-, o a lo mejor hizo caso omiso de un cajero automático sembrado en una de las paredes del enorme complejo de Corferias, donde se llevó a cabo la 11° edición de ARTBO 2015.

Cuando se han franqueado todas las fronteras y convencionalismos para dar paso a una explosiva revolución artística, desde distintos frentes y lenguajes: el performance, las tomas deliberadas de espacios, las intervenciones arquitectónicas, los proyectos multimedia, las instalaciones, los happenings, el arte sonoro y fotográfico, las vídeo-proyecciones, y las obras in-situ, entre otras tendencias, la presencia en ARTBO de un cajero automático me pareció coherente en este gran patio del arte, donde el ácido humor a óleo y a trementina es cada vez más incipiente.

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La peruana Ana Teresa Barboza vino a ARTBO 2015 con su serie Crecimiento, bordado sobre algodón y madejas de lana. Foto: La Pluma & La Herida

Es una instalación, pensé a primera vista, cuando advertí el cajero desamparado en medio del maremágnum de trabajos y de la indiferencia de decenas de visitantes. Simplemente estaba ahí, con su membrete comercial, fuera de la realidad cotidiana, desapercibido, inactivo, como una pieza más del monumental engranaje creativo, pero con muchas cosas qué decir ante el pretexto de su soledad indescifrable.

Entonces me di a la tarea de contemplarlo como lo haría el más aplicado coleccionista de arte, ávido en diseccionarlo desde todos los frentes, científicos y paganos: antropología, teoría de la comunicación, semiótica, sicoanálisis, sociología, brujería y erotismo.

Sí, porque en asuntos de convocatoria masiva, tal es su función, el cajero automático es la única máquina que no tiene inconveniente en responder a los estímulos de cualquier usuario, tarjeta en mano,  a través la ranura del deseo, desde el acaudalado plenipotenciario de la bolsa de valores, hasta el más humilde de los celadores de Ciudad Bolívar.

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Cajero automático, instalación, la obra ignorada en ARTBO 2015. Foto: La Pluma & La Herida

Sólo que este cajero automático de ARTBO no fue manipulado, por lo menos en los 45 minutos en que le seguí la pista, a tres metros de distancia de su ambiciosa panza, para no despertar el cabreo de los encargados de seguridad.

Casi una hora perplejo ante su orfandad, observando los letreros intermitentes y multicolores de su pantalla, el gris plateado de su estructura, su obscena obesidad, que en fracciones de segundos comparé con la de una vecina del conjunto residencial que habito, propietaria de varios casinos, pero con la desdicha de su considerable sobrepeso que le ha obligado media docena de cateterismos y abultadas facturas en los consultorios de los más renombrados cardiólogos.

Un cajero automático íngrimo es una obra de arte, reparé -como lo sigue siendo el inodoro que el iconoclasta Marcel Duchamp instaló y firmó como Fuente en el Centro Pompidou, de París, en 1917- , y sobre todo en la vitrina más importante de las artes visuales en Colombia.

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El artista colombiano Iván Argote puso a pensar a los visitantes con esta formidable obra en concreto, madera y hierro. Foto: La Pluma & La Herida

Si el propósito de su directora, María Paz Gaviria, era provocar con el cajero una reacción en cadena, por lo menos de mi parte la consiguió: el dispositivo monetario en cuestión fue completamente ignorado, salvo la mirada contemplativa de este tarjetahabiente que les está compartiendo su experiencia.

Durante ese lapso, observé que algunas personas lo miraban de reojo. Otras, con un rictus de asombro y extrañeza. Unas más, quizás compradoras retrocompulsivas, con la intención de comprobar el saldo para, una vez liberadas de la exposición, dar rienda a su insaciable oniomanía, que es la adicción a querer comprarlo todo sin una necesidad real.

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De la serie Crucifijos, impresiones digitales de José Alejandro Restrepo. Foto: La Pluma & La Herida

Sólo la canastilla de los recibos adjunta fue utilizada por ciertos visitantes que la vieron oportuna para depositar los vasos de cartón del capuccino, los palitos de las paletas, las bolsas de snacks o los grumos de chicle masticados hasta la saciedad. De resto, en 45 minutos de vigilia, nadie osó penetrar su ranura, nadie se interesó en averiguar su remanente. El cajero automático fue presa de una indiferencia acongojante, como podría serlo un espejo de bacarat en la acreditada sala de belleza del septuagenario estilista Norberto.

En ese periplo de análisis y lecturas, de seguimientos y reacciones, me acordé de la máxima del poeta francés Charles Baudelaire con relación al poder creativo: El arte no debe gustar en el sentido tradicional: debe criticar, sorprender, conmocionar, incordiar, iluminar, sacudir, incomodar. En suma: disgustar.

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El apocalipsis de la tecnología en la obra del argentino Carlos Huffman. Foto: La Pluma & La Herida

No me incomodó para nada el cajero automático en los predios de ARTBO. Pero sí me sorprendió, me sacudió. Es más, lo sentí acorde y necesario en este territorio de múltiples miradas y conceptos, del todo y la nada, de lo supremo y lo irrelevante, o de esa desilusión de la certeza o la ilusión de la incertidumbre, que ha teorizado en sus ensayos el curador y crítico Juan Sebastián Ramírez.

Un cajero automático es una pieza artística de invaluable valor, independiente de su preñez de billetes de todas las denominaciones, de la marca financiera que se le atribuya, y de la constante penetración y digitación a la que a diario es objeto.

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No podía faltar el ‘artista’ de Samuel Moreno en este panfleto que compone la obra de Lucas Ospina, El robo de Goya. Foto: la Pluma & La Herida

Es una obra de arte a la que en muchas ocasiones se le ha vulnerado y violentado; incluso se le he arrancado de las entrañas donde fue asignado para usufructo del hampa de las grandes ciudades. O cuando le atrofian su hímen con películas de silicona para fácil lecturabilidad de las claves, entre tantas fechorías que se ensañan en el útil despachador de dinero en efectivo. Todo esto requiere de un atento estudio de críticos, sociólogos, expertos en criminalística y teóricos de la comunicación.

De esas absortas tribulaciones me sacó el contrarrevolucionario artista y catedrático Antonio Caro, que en finadas cuentas es una obra ambulante en cuerpo y alma, empezando por la mirada de asombro que se advierte a través de sus gruesos anteojos de científico alucinado, la abultada y ensortijada mata de cabello cenizo, y su andar como teledirigido por una estación de radar. Un genio de genios este Caro.

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Un lujo encontrarse en ARTBO con el genio de genios del arte colombiano, el maestro Antonio Caro. Foto: La Pluma & La Herida

-Cómo ha visto ARTBO este año, maestro-, le pregunto.

-Nada, responde como librándose de una bola de papel y engrudo que hace horas lo tuviera atragantado. ¡La misma bobada! Sólo que esta vez más grande. Me defraudó lo de Artecámara. Creí que iba a ser mejor. Sigo… porque voy de afán…

¡Mentira! Si hay un colombiano que no conoce la palabra afán, ese es Antonio Caro, a quien conozco hace más de 20 años. Su gran riqueza radica precisamente en ello: en que jamás ha necesitado de lo material. Es una versión masculina de la Madre Teresa de Calcuta pero sin mendicantes, inválidos y enfermos. Su mecenazgo y dedicación con la formación de estudiantes de arte de varias generaciones, es incalculable.

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Brutalidad, metáfora urbanística del artista español Marlon Azambuja. Foto: La Pluma & La Herida

Qué afán puede tener Caro que es el anticonsumista por excelencia. En sus casi 70 años de vida, nunca ha tenido domicilio propio, menos un automóvil, no sabe que es un smartphone, no tiene idea de cómo funciona un cajero automático, pero se ha ganado innumerables becas y premios de arte. ¿Qué ha hecho con ese dinero? Invertirlos en cátedras y proyectos artísticos para estimular a sus estudiantes con sentido de pertenencia e innovaciones. Y en viajar. Toño es un ave migratoria que no se enferma de nada. Y tiene la vitalidad de un treintañero. ¡Ciao, san Antonio!

No seré un perito en arte, pero no comparto lo que dice el comandante Caro, que ARTBO es cada año una bobada más grande. Siempre hay mucho qué rescatar, sobre todo en el arte de denuncia, en el arte político, porque si hay algo subversivo en la vida, como decía Vladimir Mayakovski, es el arte.

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La iconográfica carreta de reciclaje del artista y catedrático colombiano Carlos Castro. Foto: La Pluma & La Herida

Por ejemplo, las impactantes series de La mano de Dios, de José Alejandro Restrepo, igual que sus series de Crucifijos desde una cruceta automotriz, trabajadas con impresiones digitales. También de Restrepo, su Variación sobre el Purgatorio, a través de una video-proyección de 15 minutos que ilustra la monótona jornada en una oficina con un grupo de funcionarios rodando en sus sillas, de cubículo en cubículo, círculo vicioso de nunca acabar.

Admirable, desde su sentido estético y con una narrativa demoledora, la propuesta urbanística del artista español Marlon Azambuja con su obra Brutalismo: estructura de bloques y ladrillos prensados cuya metáfora es la de una ciudad muerta, desangelada, vacía, que pareciera corresponder a la obra de Eugenio Ampudia, también de la Península Ibérica, con su serie Moscas.

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Piel de memoria, de la artista argentina Graciela Sacco. Foto: La Pluma & La Herida

O la violenta y poética creación del colombiano Iván Argote, quien simula haber arrancado de tajo una porción de pared, solo para sustraer un graffiti que cita con letras plomizas: No estoy llorando, sólo estoy sin voz.

Diez pasos adelante del grito desesperanzado de la muralla de Argote, nos encontramos con la sonora bofetada del artista bogotano Lucas Ospina a la farsa burocrática del arte como privilegio de las élites: El Robo de Goya, que  recrea con una video-proyección, documentos y dimensiones variables, el escándalo en que se vio envuelta la Fundación Gilberto Alzate Avendaño, en septiembre de 2008, cuando fue hurtado el cuadro Tristes presentimientos de  lo que ha de suceder, marrulla atribuida al comando subversivo Arte Libre S11.

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De la serie Moscas, del creador español Eugenio Ampudia. Foto: La Pluma & La Herida

Como se recordará, la tintilla fue recuperada por la Policía días más tarde, en el cuarto de un hotelucho de la zona de tolerancia del barrio Santa Fe, en Bogotá. El vídeo no es más que la primicia contextualizada de Noticias Uno, desde que se pierde la obra hasta que se rescata, con el agregado del panfleto y la fotografía yuxtapuesta para tales fines, donde aparece el tristemente célebre alcalde Samuel Moreno observando la plasta de excremento que remplazó el lugar del cuadro usurpado. Un triste y nauseabundo presentimiento de la serie de cagadas que se le vendrían más tarde encima al ‘despiporrado’ burgomaestre.

La piel de la memoria, de la artista plástica argentina Graciela Sacco, también es una invitación al arte de la introspección de lo que nos toca a fondo en el arraigado tema del conflicto, de los desaparecidos, de esa incierta y al mismo tiempo inescrutable visión de una realidad que cada vez se hace más borrosa: rostros fragmentados, siluetas opacadas que transmutan en fantasmas bajo un invierno eterno y una angustiosa parquedad que enmarca la rutina y el silencio de las grandes metrópolis, Buenos Aires, Santiago, Bogotá, con sus seres desperdigados, perdidos, mascullando una oportunidad que hace mucho tiempo les fue negada.

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Dimensiones variables de Víctor Escobar, con granos de maíz sobre módulos de MDF moldedos como logo de Bavaria. Foto: La Pluma & La Herida

El profesor bogotano Carlos Castro, catedrático de Arte de la Universidad de San Diego, California, me sorprendió una vez más con una instalación que no necesita título: una carreta de reciclaje que además de los trebejos permanentes en estas labores, arrumes de plástico y cartón, residuos de latas y madera, desperdicios tecnológicos y demás, lleva en su interior una bóveda alusiva a los cementerios de nuestros antepasados indígenas, con momia a bordo.

Castro ya me había tocado el juicio y la conciencia en el Salón de Artistas del BBVA, en Cartagena, con sus series de máquinas musicales elaboradas con cuchillos, todos ellos con un pasado criminal en sectores deprimidos de la localidad de Los Mártires, la ‘olla’ del Bronx, la plazoleta de la Iglesia del Voto Nacional (donde fue consagrada Colombia al Sagrado Corazón de Jesús), igual que las pipas para fumar bazuco, adaptadas por el artista como instrumentos de viento.

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Tierra pisada (1984), técnica mixta de Olga de Amaral, en la sección Referentes. Foto: La Pluma & La Herida

Carlos Castro no cesa de desconcertar con su estética de la disfuncionalidad, en la más disfuncional y anárquica de las sociedades: la Bogotá de sombras y esperpentos, de hampones a la caza y de ulular de radiopatrullas, una de ellas, como lo ilustra el catálogo de su exposición en la Iglesia de Santa Clara, que recrea parte de la iconografía del templo en el interior del automotor donde a diario se trenza esposada la maldad y la infracción citadinas. Nadie como Castro en función de intérprete del crudo diálogo en el duro acontecer de la capital, que es el mismo de cualquier urbe latinoamericana.

La obra del artista colombiano Maquiamelo con su técnica de fotografía lenticular, fue otra de las más visitadas y comentadas. Ahí está expuesta su serie Divas, que en agosto de este año presentó en el Museo de Arte del Minuto de Dios: Andy Warhol, Marilyn Monroe, Betty Davis, en un proceso tridimensional de transmutación involutiva, desde el hombre de Neandertal, hasta nuestros días. Bellísima y de una lírica arrolladora, digna de grandes espacios iluminados al natural o paredes de agua con luces translúcidas.

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Sin título, de la serie Cajas blancas, del recordado maestro Bernardo Salcedo. Foto: La Pluma & La Herida

En la sección Referentes me ubiqué respetuoso y admirado ante la obra de Olga de Amaral: Tierra pisada, de 1984, elaborada en técnica mixta, en calidad de préstamo de la Galería la Cometa. Ahí estaba impresa la grandeza de Amaral, siempre en ese proceso constructivista de lo complejo, de la monumentalidad, del homenaje a la vida de una artista que derrocha vitalidad, no obstante los almanaques acumulados.

De vuelta, cuando algunas luces se iban apagando y un gendarme idéntico en sus marcados rasgos étnicos al pintor Carlos Jacanamijoy me alertó que ya eran las 8:25 de la noche y que estaba pasado de desalojar el recinto, hice una fuga postrera a su ordenanza para apreciar la monstruosa espontaneidad en la obra de la joven artista Sara Milkes, participante en Artecámara 2015, cuyos elementos, sobre todo la arcilla, materia prima de su obra, revelan contundentes la decadencia y el acabose del planeta ante la mano inmisericorde del hombre. Una certera e inteligente propuesta de Milkes, que muy seguro este año se llevará el premio mayor de la convocatoria.

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Sprit, vídeo arte y fotografía, de la artista bogotana María José Arjona. Foto: La Pluma & La Herida

Ya de salida y con el ojo atento del Jacanamijoy uniformado, me volví a encontrar con el cajero automático más desamparado del mundo, el de ARTBO 2015. Tuve la intención de penetrar la tarjeta para enterarme del último saldo, pero recordé que bien de mañana había agotado los últimos restos.

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