domingo noviembre 17 de 2024

La voz de los indígenas contra el cambio climático

Último informe de la serie sobre temas ambientales, escrita con motivo de la Cumbre Mundial sobre Cambio Climático que acaba de concluir en París.  El “Yo acuso” de un mamo arhuaco mientras ve, con dolor, el deshielo en su Sierra Nevada de Santa Marta.

Jorge Emilio Sierra Montoya

Por: Jorge Emilio Sierra Montoya

El paraíso perdido

“Si hay algún paraíso en estas tierras de indios, parece ser éste”, escribió fray Pedro Simón, uno de los más famosos cronistas de Indias en América, el Nuevo Mundo conquistado por España tras la histórica proeza de Colón en 1492. Acá, pues, el fraile vio nada menos que un paraíso terrenal, con el que sin duda soñaba en sus prolongadas lecturas bíblicas.

Pero, ¿cuál era ese paraíso al que él se refería? Ahí está, todavía a la vista: es la imponente Sierra Nevada de Santa Marta, la más empinada cadena montañosa que se levanta a orillas del mar y se extiende a lo largo y ancho de tres departamentos en Colombia (Guajira, Cesar y Magdalena), con una extraordinaria biodiversidad que confirman las investigaciones científicas.  ¡Sus dos mayores picos, Colón y Bolívar, llegan a cerca de seis mil metros de altura!

Sólo que los hechos asombrosos trascienden los aspectos geográficos y llegan hasta los de carácter social, cultural o humano, como que la presencia de comunidades indígenas por estos lados se dio desde comienzos de nuestra era, hacia el año 200 después de Cristo, es decir, hace casi dos milenios, que no es poco tiempo.

Así las cosas, hasta aquella lejana época se remontan los orígenes de los indios taironas que en sus cuatro ramas (Arhuacos, Koguis, Wiwas y Kankuamos) aún habitan la Sierra, lejos de haber sido aniquilados por completo durante la citada conquista española.

Y claro, sitios como el Parque Tairona, donde se encuentra la ya célebre Ciudad Perdida que algunos comparan con Machu Picchu en Perú, atrae a millares de turistas provenientes del mundo entero, quienes ven como máxima atracción a los indios que bajan y suben por la montaña, los cuales cubren sus cabezas con gorros blancos que representan a los nevados de su tierra, la sagrada Sierra “Nevada” de Santa Marta.

“Son los indios arhuacos”, comentan los sorprendidos visitantes tras intercambiar con ellos el saludo de rigor.

Las palabras del mamo

“Sí, nuestra tierra es sagrada”, dice el mamo, guía espiritual de los arhuacos, quien explica con voz pausada, en su lengua nativa, milenaria, que “en esta tierra vive el espíritu de nuestro padre y nuestra madre”, en tácita alusión -pensará usted, con seguridad- a que allí, en el suelo que pisa, yacen los restos de sus antepasados.

Pero, su afirmación va más allá: el padre al que se refiere es Serankua, dios creador, mientras la madre es Seynekun, la tierra, donde la Sierra –precisa, con su mirada perdida en el tiempo- es “el corazón del mundo”.

Sólo Dios -agrega, como si le respondiera  a alguien- es el dueño de la tierra, y su ley, la llamada “Ley de origen”, está escrita en cada sitio de la Sierra, en cada piedra, en cada montaña, en cada árbol, en cada río, por lo que todos estos lugares son sagrados. Ni siquiera se deben tocar, advierte.

Según él, la Sierra Nevada de Santa Marta les fue dada por su padre Serankua, desde un principio, a las cuatro tribus que tienen la misión específica de cuidarla, como ningún otro -asegura- puede hacerlo. “Somos los únicos que podemos cuidar bien estos lugares”, sentencia.

La cuidan, claro está. Y la alimentan. Para ello, el mamo realiza la ceremonia ritual del pagamento que, como su nombre lo indica, permite pagar las deudas que debemos a la naturaleza por los daños que los seres humanos le hacemos a diario.

El pagamento es una especie de ofrenda. O un sacrificio, si se quiere. O simplemente la entrega de unos pocos productos naturales (frutas, semillas, hojas, etc.), puestos sobre el suelo por el mamo para purificarlos a medida que él respira. Es como la purificación misma de la tierra, como si le quitaran los pecados que no son suyos sino nuestros.

“Y si algún día el pagamento no se hiciera -alerta mientras ve la posibilidad de que su pueblo desaparezca-, se acabaría todo”. Será el fin del mundo, en definitiva.

Una visión apocalíptica que por cierto surgió desde la aparición del hombre blanco, “el hermano menor”, y que ha tomado mayores proporciones en los últimos años, cuando los bellos nevados de la Sierra empiezan a derretirse por ese intenso calor que es fruto, al parecer, de la furia del sol ante la destrucción, acaso irreversible, de la naturaleza.

“La tierra está enferma”, subraya el mamo en tono adolorido, desolado. “De a poquitos, todo se ha ido enfermando”, agrega.

Calentamiento global

Por un momento, el mamo guarda silencio. No para, sin embargo, de mascar las hojas de coca mezclada con la cal extraída de su mágico poporo de calabazo, saboreando así el alimento espiritual que le permite comunicarse con el mundo superior, guardar sus pensamientos o palabras y contar historias maravillosas, al tiempo que lo acompaña en su paso por la vida cuya misión es proteger a la madre tierra.

Está triste, además. Lo confiesa cuando mira hacia lo alto, hacia las empinadas montañas, hacia los nevados, y ve cómo estos son cada vez menos blancos, cómo son víctimas del deshielo y cómo, en fin, estarían condenados a desaparecer por el cambio climático, por el calentamiento global que reportan las noticias de prensa.

“El agua se está acabando”, comenta. Y eso es algo evidente -sostiene-, no sólo por el deshielo en la Sierra Nevada sino también por la intensa sequía y la contaminación de las aguas, de ríos y quebradas que nacen allá arriba, en las montañas, cuando no por actividades como la minería en su vasto territorio, donde “el hermano menor” ha ido acabando con piedras sagradas como el cuarzo.

Es el principio del fin, asegura. Y explica: porque el agua es vida, “la sangre de la tierra”, y al sacarle la sangre se muere, como le sucedería a cualquiera de nosotros. Sin agua, por tanto, no hay sino muerte, sea en la tierra reseca, desértica, donde antes había frondosos bosques, sea en los propios humanos y demás seres vivos (plantas y animales), quienes necesitamos el preciado líquido para sobrevivir.

No hay sino fuego -añade, conmovido-, calor intenso, sofocante, destructor, que todos sentimos y hasta presenciamos en los incendios forestales que suelen ahora ser más comunes en la Sierra, la Sierra Nevada, el paraíso terrenal descrito por fray Pedro Simón.

Todo es por culpa del hombre blanco, acusa. Y aduce, enunciando las causas: por su violencia, por su odio, por su codicia y por profanar -insiste- los sitios sagrados, rompiendo así el equilibrio de la naturaleza.

“Su enojo los quema, como las piedras que arden”, son sus palabras finales en una de las salas del Museo Tairona en Santa Marta, donde cuenta esa historia que es la nuestra, en medio de la incertidumbre que hoy todos padecemos ante un futuro bastante sombrío.

(*) Director de la Revista “Desarrollo Indoamericano”, Universidad Simón Bolívar – [email protected]

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