Arrabal, feroz tanguedia de dolor y libertad
Por: Ricardo Rondón Ch.
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La complejidad del teatro musical, que no es el Gran Musical, estilo Broadway (West Side Story, La Novicia Rebelde, El Fantasma de la Ópera, etc.), consiste en narrar una historia a través del pentagrama, la danza, la imagen, la performance, para involucrar al espectador con su propia reflexión: dejar en el aire todas las lecturas posibles desde la puesta en escena, el alfabeto musical y su periplo memorioso.
Dichos elementos están perfectamente ligados en Arrabal, la extraordinaria coproducción de Estados Unidos y Argentina, favorita y de amplia convocatoria del XV Festival Iberoamericano de Teatro, que tiene como escenario al Teatro ‘Jorge Eliécer Gaitán’.
No siempre conectan, como piezas de rompecabezas, sinergias, habilidades y un olfato a toda prueba de lo que se quiere transmitir, como en este soberbio montaje que toca en su hondura las fibras escépticas, y que pone de presente uno de los hechos más luctuosos y dramáticos en Latinoamérica: la dictadura militar argentina, la cifra extraviada de torturados y desaparecidos, niños, adultos, mujeres, ancianos, y el clamor vigente de las Madres de Plaza de Mayo con su eterno dolor de ausencia impreso en la mirada, su andar cansino, sus emblemáticas pañoletas.
El resultado de esta magnífica representación al hilo de la música y el baile, es el resultado de un cuarteto de virtuosos de la creatividad en sus funciones específicas: el narrador norteamericano John Weidman, quizás el neoyorkino que más sabe de Argentina, de su duro acontecer político, de su tango, sus vinos mendocinos y su fútbol, quien perfiló esta historia, basado en la tragedia general que derivó de la dictadura.
Con Weidman, un monstruo de la música, compositor, productor, el argentino Gustavo Santaolalla, con el peso responsable de dos premios Óscar a Mejor banda sonora (Babel y El secreto en la montaña); el también bonaerense Julio Zurita, reconocido coreógrafo y bailarín, gestor de la plataforma coreográfica como esencia y pulso conductor; y no podía faltar un colombiano, Sergio Trujillo (no confundirlo con su homónimo, el ex director de IDARTES), maestro placeado en un sinnúmero de plazas dancísticas, encargado de la puesta en escena y dirección coreográficas.
La imagen que encendió los reflectores de Arrabal fue la de una niña que Weidman vio en televisión. Una pequeña sin nombre que corría angustiada por el centro de Buenos Aires, extraviada de sus padres, víctimas de la persecución totalitaria. Esa infante sin norte, en su discurrir desesperado, fue suficiente para que el autor, en su imaginación, globalizara un drama que hacía tiempo quería dejar plasmado.
Luego se reunió con Santaolalla, quien a su vez lo relacionó con Zurita, y este con el colombiano Trujillo. Y de esa reacción en cadena surgió Arrabal, sentida memoria de la aflicción y el desarraigo; calamitoso inventario de viudas y huérfanos, de torturas y enajenación, de un país mancillado y arrasado por la barbarie y el poder radical, que en Argentina, en las décadas de los 70 y 80, arrojó miles de muertos y desaparecidos; un pasado que sólo las Madres de Plaza de Mayo, con un nudo en la garganta, pero con la esperanza de que algún día alguien de indicios de sus seres queridos, se esfuerzan en recordar.
El tango, por supuesto, es la caudalosa vertiente de este relato musical. El tango de guardia con fotogramas de Gardel y de Piazzolla, de los clásicos del arrabal, del arrabal en la suma de cafetines, artistas, oficinistas, apostadores, enamorados y compadritos; ese arrabal que se cuela como el sol por rendijas de confiterías y pensiones; pero también un arrabal feroz como la vida en su lucha exasperada ante la injusticia y la deshonra. Y el Bajo Fondo contestatario de la orquesta de Santaolalla, con sus telúricos arpegios de bandoneón, violín, percusión y contrabajo eléctrico.
Así se va contando la Argentina que clama el regreso de Perón, la Argentina de la debacle ante la fuerza aplastante de la bota militar con su máximo representante en jefe, el generalote de la siniestra mirada Jorge Rafael Videla y sus secuaces a sueldo, transfigurados en escena como instructores de gym, en demencial persecución, armados de fosforescentes linternas, pavorosa metáfora de las armas de electrochoque que la dictadura impuso oficial para las torturas.
Pero en la multimedia y en el escenario también fluye con su patina local la belleza porteña, que es la postal en ámbar de la melancolía. Hay cuadros excepcionales que nos remiten a Sur, la inolvidable película de Fernando ‘Pino’ Solanas, bello himno a la libertad y a la esperanza, como lo es el tango que lleva su nombre, letra de Homero Manzi, música de Aníbal Troilo.
Están los bulines de Calle Corrientes, ráfagas del Tortoni de Borges y Cadícamo, el Obelisco, Maradona, el balón de fútbol que desafía con el grito de gol la intermitencia seca de la metralla, los salones milongueros, el bandoneonista acorralado que en el despertar de sus pesadillas arrulla un niño de nadie. Y dieciocho años después, la niña que otrora indagaba desconsolada por el paradero de sus padres…
La banda en vivo y una veintena de bailarines-actores meten el dedo en la llaga de esta memorabilia que en su momento, y en todas las épocas, ha tocado el alma de propios y extraños, de nosotros, de la desamparada vecindad latinoamericana. Un ‘Adiós Nonino’, de Piazzolla, arroja desventuradas noticias de todos los hijos y padres sacrificados.
El tango actúa a la vez como bálsamo y cauterizante. Pero cuando salen a escena las damas de pañoletas blancas con las fotos y los nombres de sus hijos y maridos desaparecidos, apelamos al buen recurso de tragarnos las lágrimas.
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