Los acuerdos de La Habana
Por: Oscar Jiménez Leal
Varias razones sirvieron de sustento para explicar y justificar la celebración del Acuerdo General para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera en Colombia, suscrito por los delegados del Gobierno de Colombia y por representantes de las Farc en la Habana el día 20 de agosto de 2012.
En la larga confrontación entre las Fuerzas Militares y la Guerrilla de las Farc, éstas no lograron el objetivo estratégico de tomarse el poder, pero aquellas tampoco lograron aniquilar la subversión, como era su propósito. En esas condiciones, y aunque penoso decirlo, los contendientes se tornaron en dos actores fracasados en su objetivo misional. Por ello, el Estado se sentó a dialogar, en condiciones de igualdad, previo el reconocimiento político, de quienes hasta la víspera había sido considerado grupo terrorista y narcotraficante. Y, para esos fines, surgió entonces la tesis de ampliar la concepción tradicional del delito político para cobijar con su conexidad actos terroristas y de narcotráfico y poder así darle legitimidad a los diálogos, puesto que a ningún Estado de Derecho le es dable entablar negociaciones políticas con terroristas o narcotraficantes. Ellos solo tienen audiencia, previo su sometimiento, en los estrados judiciales.
Así las cosas, es oportuno preguntarse entonces el porqué, a pesar de su poderío y las ventajas estratégicas, el Estado Colombiano no fue capaz de derrotar militarmente a la guerrilla, y entre los disímiles factores que se podría enunciar, surge sin duda alguna, la debilidad del Estado Colombiano. En efecto, nuestro Estado es precario, principalmente porque no detenta el monopolio de las armas; carece del monopolio de la administración de justicia, y tampoco detenta soberanía sobre la totalidad del territorio colombiano.
La precariedad del Estado Colombiano tantas veces pregonada por los estudiosos de la ciencia política se ha convertido en una verdad de apuño. Por eso con benevolencia se ha calificado el nuestro como un Estado en formación, cuyo objetivo inmediato debe ser el rescate de tales monopolios.
Ahora bien, el acuerdo que ponga fin al conflicto armado – de celebrarse próximamente, como se espera -, pondría fin a la guerra entre el Estado colombiano y la guerrilla de las Farc, pero no pondría fin al conflicto social que continuará hasta tanto no sean eliminadas las causas que lo originaron y lo mantienen, entre ellas la pobreza y la enorme y abismal desigualdad que impera en nuestra sociedad. Solo que finalizada la guerra el mencionado conflicto se tramitará sin armas y por los cauces que indica una democracia moderna y se permitirá, a su vez, la reconstrucción de un verdadero Estado Social de Derecho, a partir de la reconciliación de todos los colombianos.
En ese contexto, para el cabal cumplimiento de los acuerdos que se firmen y de las obligaciones de ellos derivadas, resultará indispensable blindarlos política y jurídicamente, para dar garantías a las partes de que en el futuro no serán burlados. Para tal fin en la Mesa de la Habana convinieron convertir el Acuerdo de Paz en un Acuerdo Especial, como figura traída del Derecho Internacional Humanitario, derivado del artículo tercero común a los Convenios de Ginebra, que sea incorporado al ordenamiento jurídico colombiano y en tal virtud, quede igualmente incorporado al bloque de constitucionalidad.
Sobre este tópico, se ha abierto un interesante debate sobre si lo pretendido es un tratado, un acuerdo o un convenio, como es característico en nuestros conciudadanos, pero en el fondo lo importante se reduce a saber si el Acuerdo Especial ingresa al Bloque de constitucionalidad, es decir, si se convierte en norma constitucional en forma automática, una vez depositado el instrumento ante la autoridad correspondiente en Suiza o, según la tesis del Gobierno, se debe primero incluir un artículo transitorio en la Constitución que así lo declare, se radique ante el Consejo Federal Suizo, se tramite una ley que adopte el acuerdo y se someta al examen de la Corte Constitucional, se ponga a la consideración del pueblo colombiano mediante un plebiscito y se realice por parte del Estado colombiano, una declaración interpretativa del Convenio ante el Secretario General de la ONU para ser incluida en la respetiva Resolución por parte del Consejo de Seguridad.
A mi juicio, y con base en la sólida argumentación, reiteradamente expuesta, por el Profesor del Externado Francisco Barbosa, pienso que basta la aprobación del Convenio Especial, contentivo de los Acuerdos de la Habana, mediante su adopción por una ley del Congreso, para que ellos ingresen al ordenamiento jurídico colombiano y por tanto, al bloque de constitucionalidad (Artículo 93 de la Constitución Política).
En ese orden de ideas, se espera que la Corte Constitucional tumbe, mediante declaración de inconstitucionalidad, la ley que autoriza convocar un plebiscito para que el pueblo colombiano apruebe o no el resultado de lo convenido en la Habana por las partes negociadoras, tal como lo propone el Gobierno, ya que el mecanismo no es el apropiado para tales fines y, además, la Paz no es un tema susceptible de ser sometida a consulta popular, merced a que pertenece a la “esfera de lo indecible” “ al coto vedado” o “el territorio inviolable, como lo postulan los tratadistas italianos Luigi Ferrajoli y Roberto Bobbio, reforzados por el español Ernesto Garzón Valdés, citados por Barbosa en todas sus intervenciones académicas, para concluir en que la intangibilidad democrática impide que derechos esenciales como la Paz, sean sometidos a la órbita de las urnas.
Todo ellos se constituyen pasos necesarios para blindar jurídica y políticamente los resultados de las negociaciones de la Habana, pero no lo son con la suficiencia jurídica necesaria para tales fines, puesto los tratados o convenios bien pueden ser incumplidos, denunciados o modificados en el futuro, como ocurrió en el Cono Sur con las leyes de Punto Final; razones contundentes que llevan a la necesidad de construir un gran acuerdo, entre todos los colombianos, sin excluir ninguno de los actores políticos, como único mecanismo democrático para lograr que el desarrollo de los acuerdos se convierta en una propósito nacional, única manera de legitimarlos y garantizar su observancia en el tiempo, y la consecución de una Paz estable y duradera.