Los últimos salmos de Fernando Soto Aparicio
Por: Ricardo Rondón Ch.
http://laplumalaherida.blogspot.com.co/
Y esperaré la muerte –amiga muerte- mientras afuera llueve
Si la rubicunda modelo Laura Tobón enteró a su audiencia de RCN del fallecimiento del prolífico escritor colombiano Fernando Soto Aparicio con una errata que perdurará en los anaqueles de las metidas de pata de beldades y coronadas ante micrófonos, entonces no hay que devanarse los sesos para entender por qué un youtuber venido de tierras australes colapsó la pasada Feria Internacional del Libro, y su libraco de babosadas fue el más vendido (más de diez mil ejemplares) del certamen editorial.
Tobón, que en su rutilante vida de muñequita de algodones rosados y ropa de marca jamás había oído hablar de Soto Aparicio, menos de su obra, y que desconoce elementos básicos de gramática, puntuación, ortografía y fraseología para enfrentarse a un telepronter, se expresó así de la luctuosa noticia:
«El escritor Fernando Soto apareció muerto (sic) esta mañana de un cáncer gástrico en su casa de Bogotá».
Ocho días antes de su gazapo campeón, Laura Tobón había recibido el premio Tv y Novelas como Mejor presentadora de farándula (imagínense si ella es la mejor… cómo será el resto), y para reafirmar su galardón anunciaba el lanzamiento de su libro La magia está dentro de ti, un título que hubieran deseado Paulo Coelho, Walter Rizo o el doctor Santiago Rojas, gurús y plenipotenciarios de libros (plagados de lugares comunes y obviedades) de auto-ayuda, y de un mejor vivir. Certero remoquete de las multinacionales del libro, que a fuerza de mercadeo y publicidad disparan escritores-salchicha como si fueran estrellas de la Champion League.
No me di a la tarea de ojear el libro de Tobón por firmes precauciones de salud mental, pero la verdad, no me imagino a la señorita Laura, frente al computador, escribiendo un libro -qué peligro una embolia tratando de hilar dos frases- a no ser que sea para competir en ventas con el youtuber Germán Garmendia.
Lo cierto es que por evidentes razones de su poder mediático, por haberse alzado con el Tv y Novelas, y por ser Laura Tobón (prototipo estilo RCN), la princesita de bucles dorados seguro que superó las ventas de las obras del maestro Fernando Soto Aparicio, que en su silenciosa y prudente existencia de académico y letrado, escribió más de sesenta libros, entre novela, cuento, poesía, ensayo, teatro, cine, memorias, y no menos de cinco mil libretos para televisión. Para evocar su estupenda serie Los comuneros.
Con todo eso, Soto Aparicio, a la vera de sus ochenta años, se veía obligado a trabajar porque aún no le había salido su resolución oficial de jubilado, y no contaba con los derechos fundamentales de una EPS.
Clásico de la literatura colombiana
Pero todo esto no debe parecer insólito en este país, como para abrir la bocaza y dejar escapar el trillado “no te lo puedo creer…” de las veteranas de dedito parado que toman el té en Unicentro. El establishment criollo, de tiempo atrás, nos tiene acostumbrados a este tipo de indolencias, y de una lacerante y corrosiva ingratitud nacional, demoledora y fatal como el cáncer más agresivo.
Seguramente Tobón por leer a media lengua el telepronter gana cinco veces más de lo que usufructuaba el autor de La rebelión de las ratas, o de cualquier profesor universitario. Esa es la Colombia que se limpia con el detergente de la publicidad oficial, la de las pompas y el festín mediático de la paz, que para que sea duradera, tendrá que remojarse primero en Suavitel (Laurita podría ser la imagen ideal para ese comercial).
Una nación que desconoce a hijos ilustres y consagrados como Fernando Soto Aparicio, no puede garantizar una paz que perdure. Hacía más de un año, cuando la terrible enfermedad que lo consumió empezó a hacer mella en su débil y vulnerado cuerpo, su editorial, Panamericana, envío un perfil del escritor al Ministerio de Cultura para que le fuera reconocida y divulgada su vida y obra. Soto partió sin ver ese reconocimiento.
En ese lastimoso y silencioso tránsito de su implacable enfermedad, el escritor se entregó a la labor de escribir su testamento, representado en un libro de poemas que él clasificó a manera de salmos, y en el que el autor, página tras página, deja jirones del alma.
Bitácora del agonizante (preciosa edición de colección de Panamericana) es el itinerario de un anciano sabio y lúcido, que en la cuerda floja de la vida y la muerte expone su rostro franco ante Dios y lo cuestiona con hondas reflexiones sobre los aciertos y desaciertos de la existencia y de su finitud irremediable; lo instiga a esclarecer los misterios del más allá, del sufrimiento y del acabóse, con las voces y los clamores de las mujeres que poblaron su vasta obra en todos sus géneros.
Y esperaré la muerte, amiga muerte…
Así van apareciendo como ánimas irredentas en cada uno de los salmos Angélica Bastidas (Proceso a un ángel), Zahara Alcázar Sadat, (Todos los ríos son el mismo mar), Mayta Gallardo Morón (Quinto mandamiento), Floramelia Luján (Los compases del odio), Gala Cifuentes Huertas (El corazón de la tierra), Toña, la Chata (Los bienaventurados), Llovizna Abril (Los hijos del viento), Domitila Preciado (Ladrones de honras), Francelina Farfán (Los diamantes alimentan las palomas), Araluz y Flora Marún (Y el hombre creó a Dios); Merlina del Corazón Ardiente (Los juegos de Merlina), Carmelina Diostedé (Los senos cortados), Alejandra Palacios (Las violeteras de la tarde), Pubenza Llanos (Solo el silencio grita), Diva Milagros Mantilla (Guacas y guacamayas), Domitila Palmar (La demonia), Luz Ángela y Griselda (Mientras llueve) y, entre otras, Pastora de Cristancho (La rebelión de las ratas), la novela que leímos con asombro, rabia y deleite, una y otra vez, en las primaveras del colegio.
“Las mujeres que iluminaron los pasos de mi vida, son las mismas que están acompañándome en los pasos difíciles de mi agonía”, escribe Soto Aparicio en el Umbral para la entrada de su Bitácora del agonizante. Es un acto de redención consigo mismo, un bálsamo que alivia sus heridas, un nítido manifiesto de la disyuntiva en que se encuentra el escritor terminal: “La muerte y la vida son hermanas gemelas, que avanzan de la mano. La una no existe sin la otra”, subraya en su introito el novelista.
La Cámara Colombiana del Libro, rectora de las editoriales y del quehacer literario de los compatriotas, a sabiendas de la deteriorada salud del narrador boyacense, no tuvo el detalle de rendirle un homenaje en la pasada Feria del Libro de Bogotá. Ni sus editores del pasado, ni quienes pregonaban y se ufanaban en cócteles de ser sus amigos; menos los medios de comunicación.
A su sepelio en la Iglesia Cristo Rey, al norte de Bogotá, el pasado miércoles 3 de mayo, no fue una sola cámara de televisión, ni un representante de la Cámara Colombiana del Libro o del Ministerio de Cultura. No le oí al presidente Santos en sus intermitentes apariciones de pacificador y reconciliador un saludo de condolencia a la familia del escritor fallecido. Tampoco a la Ministra de Cultura (ni un comunicado solidario de su despacho), menos a la titular de la cartera de Educación, que por lo visto debe ser hincha furibunda de las sagas de Harry Potter y de Crepúsculo.
No obstante, esa tarde gris de sus exequias, el templo se llenó de feligreses, de familiares y amigos de toda la vida del literato, de decanos, profesores y funcionarios de la Universidad Militar Nueva Granada, donde laboró por espacio de quince años en su última etapa, de los ejecutivos de Panamericana, su editorial, Mireya Fonseca y Fernando Rojas Acosta; y de los alumnos de bachillerato de dos colegios de la capital: el Santa Francisca Romana y el Distrital Fernando Soto Aparicio, de la localidad de Kennedy, que en sus cuatro sedes agrupa un promedio de cuatro mil estudiantes.
Cuando observé entre la concurrencia una joven que portaba una cámara profesional de fotografía, me dio el aliciente de que por lo menos en el funeral del narrador estaba presente un periódico o una revista para registrar su sepelio. Cuál sería mi sorpresa en el instante de abordar a la fotógrafa para indagarle de qué medió era. La respuesta, acompañada de una sonrisa, fue tajante:
-No soy de ningún medio de comunicación. Presto mis servicios a la funeraria.
Ahí mismo se me vino a la cabeza la célebre frase del maestro Soto Aparicio, de tantas de su inagotable cosecha, que ojalá su editorial publique más adelante a manera de escolios: “Cuando muera, mis libros hablarán por mí”.
Por Dostoievski y por Soto Aparicio descubrí a temprana edad las mezquindades y las injusticias de la humanidad, y me dejé llevar a su aire por esa barca de papel que es en su viaje proceloso la literatura.
Ahora que repaso en las tomas fotográficas la calle de honor que al maestro le hicieron los alumnos del Colegio Fernando Soto Aparicio, los dos jóvenes policías que portaban un caballete con la foto en retablo del escritor, rumbo a la ceremonia solemne donde fue despedido con atronadores aplausos; ahora que me apeo a la vieja carreta con su baúl de recuerdos, se me atraganta la rabia y la desazón ante la desmemoria y la impiedad de este país que avanza desbocado hacia el precipicio.
Antes de ingresar al templo, la licenciada Gladys Castro de Ramos, rectora del Distrital Fernando Soto Aparicio, rememoró con el ceño fruncido de tristeza las calidades y virtudes del letrado: “Nos sentimos orgullosos de que el colegio lleve su nombre. En el pensum de español y literatura sus textos son de consulta obligada. Varias veces el maestro estuvo en el plantel. Era un hombre cálido, con una enorme dimensión humanística, los estudiantes lo adoraban”.
De eso pueden dar fe las alumnas de décimo grado Camila Sánchez y Darling Muñoz. Las dos coinciden en que La Rebelión de las ratas (1962), además de ser un libro muy bien escrito, es una novela que no pierde vigencia, y del que no se cansan de releer. “El drama del campesino Rudencindo Cristancho -puntualiza Camila- es el mismo que padecen hoy los miles de desplazados, sin techo y sin norte, por los caminos de Colombia, que terminan instalándose en los cordones de miseria de las capitales, donde se les hace más incierto y terrible su destino”.
Al costado izquierdo del ala mayor de la Iglesia de Cristo Rey, un caballero de hebras cenizas, muy parecido en su físico a Soto Aparicio, consulta algo en su celular. Lo abordo con la idea de que a lo mejor es hermano o familiar cercano del difunto, pero no. Don Parmenio Rivera resulta ser el alcalde de Socha, capital de la provincia de Valderrama, en Boyacá, donde el 23 de marzo de 1933 nació para honra y gloria de la literatura colombiana Fernando Soto Aparicio, hijo de don Luis Arcesio Soto Martínez y de doña Isabel Aparicio Meléndez, quienes a escasos tres meses de su alumbramiento, se trasladaron a Santa Rosa de Viterbo.
Rivera, el burgomaestre, dice que para rendirle un homenaje al escritor, el proyecto a corto plazo es construir la biblioteca pública municipal que obviamente llevará su nombre. “Yo distinguía al maestro de veinte años atrás -aclara el alcalde- Como él, pocos los que en nuestra provincia se han ganado el cariño y la admiración de propios y extraños”.
En la primera banca de la iglesia, del lado izquierdo de la nave principal, doña Ana Mancipe, viuda del escritor, está arropada por sus hijos: Jaime, Roberto, Martha, María Liliana (directora académica del Colegio Santa Francisca Romana), María Angélica, por sus yernos, nueras y nietos.
El rostro sereno de la señora se alza hacia el imponente Cristo enclavado en el altar. Más de cincuenta años de matrimonio, cuántas vivencias, anécdotas y sabios silencios a su lado; ella, vigía y consuelo permanente de su cruel enfermedad en el último año. Doña Anita, ejemplo para todos de fe y fortaleza, como lo resaltó su primogénito Jaime en sus palabras de agradecimiento.
Testamento del maestro Soto Aparicio
El homenaje del hijo mayor fue con el Soneto VIII que escribió su padre en Bitácora del agonizante. Con la voz a punto de quebrarse por las lágrimas, leyó:
Deambulé bajo el árbol del Bien del Paraíso/ y anduve por las sendas del Mal en el Infierno/. Conocí los sabores de la miel y el acíbar/; la gula del hartazgo/, la sed de los desiertos/.
Sentí en mi piel el tacto sensual de la llovizna/, me embriagué de mujeres/, de vinos y de besos/. Escribí en centenares de páginas mi vida/ y otros muchos vivieron a través de mis versos.
Fui un camino que supo abrir muchos caminos/; la queja que hizo suyos los dolores ajenos/; una mano tendida para que en otras manos/ las antorchas prendieran sus palabras de fuego.
Mis libros son mil voces que seguirán gritando/ cuando mi voz de ahora se apague en el silencio/. Cada página un grito de libertad/, un grito que impedirá el olvido/. Ese es mi testamento.
Minutos antes de la breve alocución de Jaime Soto Mancipe, en los intervalos de la Eucaristía, había tomado la palabra el doctor Jorge Orlando Contreras Sarmiento, decano de la Facultad de Educación y Humanidades de la Universidad Militar Nueva Granada. Una concreta pero no menos profunda reflexión para resaltar las virtudes de catedrático, escritor y humanista de Soto Aparicio:
“Desde muy joven se dedicó a la escritura, al periodismo, destacándose igualmente como guionista de televisión y como diplomático en la UNESCO. Entramó con facilidad la literatura en la Facultad de Educación y Humanidades, de la Universidad Militar Nueva Granda, donde exaltó con rigor y sapiencia la narrativa y la poesía, dejándoles a las futuras generaciones neogranadinas el Club de Lectura, que orientó por muchos años, aportando y engrandeciendo con sus letras esta Casa de Estudios.
Ochenta y dos años, setenta y tres libros publicados en todos los géneros literarios: la brevedad del cuento, la ambiciosa extensión de la novela, los certeros diálogos del teatro, la creación y recreación de los ensayos, la música maravillosa de la poesía. El autor de La rebelión de las ratas desde hacía seis meses venía luchando con dos hermanas gemelas, la muerte y la vida, la una resplandeciente, la otra sombría.
Como decano de la Facultad de Educación y Humanidades, tuve el honor de compartir con el maestro sus últimos tres años de vida, en los cuales pude aprender de él su sencillez, su profunda humanidad, con la cual fue capaz de escribir innumerables páginas que hoy deja como legado a nuestra Facultad para formar las nuevas generaciones de hombres y mujeres llamados a la construcción de una nueva Colombia en paz”.
Luego, la bendición sacerdotal, los párrafos de réquiem en la puerta principal de Cristo Rey, el catafalco rociado con agua bendita, los niños policías con la vista congelada en un más allá incomprensible, doña Anita Mancipe viuda de Soto Aparicio y su rictus, mezcla de resignación y sosiego; los hijos y nietos prestos a depositar el ataúd en la carroza fúnebre. La ceremonia de los adioses.
Afuera, algunos rostros conocidos en los derroteros de la amistad y la literatura: el de Isaías Peña Gutiérrez, decano de la Facultad de Humanidades y Letras de la Universidad Central y director por más de treinta años del Taller de Escritores de esa alma mater. El de su señora esposa, doña Clarita de Peña. El del editor Pablo Pardo -de la dinastía tolimense de los literatos-, y el del humorista boyacense Luis Ferro, el popular ‘Guachiman’, que aprendió a leer y a discernir entre el bien y el mal en los libros del gran prosista y poeta, ahora erigido en el memorioso Olimpo de las letras colombianas.
“Cuando era niño -escribe Ferro- y por obligación me pusieron a leer La rebelión de las ratas, al principio renegué, pero luego pensé un tanto emocionado por el título, que debía ser como otra fabula de Rafael Pombo, y juicioso avancé en su lectura. Perplejo ante la profundidad de esta obra y la realidad que plasma, me atrapó por completo. No me canso de releerla y concluyo que a pesar de haber pasado más de medio siglo de su publicación, nuestros mineros en Boyacá, y de otras regiones de Colombia, no han mejorado sus condiciones de vida”.
El mejor homenaje que le podemos ofrendar a Fernando Soto Aparicio (Socha, Boyacá, 23 de marzo de 1933-Bogotá 2 de mayo de 2016) es desempolvando y leyendo sus obras, desde Solamente la vida, su primer libro de cuentos, hasta Bitácora del agonizante, su testamento postrero. Y en cada página, en cada párrafo, ahondar en sus denuncias de la barbarie, la injusticia, el hambre, la miseria y los despropósitos del poder en un país que se esfuerza en avanzar a palos de ciego. Pero sobre todo, de la farsa y la ingratitud, de la que él fue víctima.
Lo recordaremos con entrañable afecto en el tiempo que nos reste, y más allá de las sombras ineluctables oiremos el eco de sus honestos y profundos versos.
“Quiero pensar, haciendo gala de un optimismo exagerado, que cuando yo ya no esté, unos ojos en lágrimas recorrerán estos poemas, un alma enamorada sufrirá con ellos, un corazón doliente palpitara a su ritmo…
Cuando ya no esté”.
En Órbita con Fernando Soto Aparicio. Entrevista de Santiago Rivas: