«Nos hubiera ido mejor como guerrilleros»: Silva y Villalba
Ricardo Rondón Ch.
El hombre empieza a morir el día que nace y a valer el día que muere. Aquí yacen los huesos de un hombre y los restos de una historia. (Nacho, Rodrigo Silva Ramos).
Por todas las vidas vividas y las muertes cercanas, Rodrigo Silva Ramos dice ser precavido al guardar entre una libreta de la mesita de noche el epitafio que él quiere que su familia le inscriba en la lápida.
Esta premisa estuvo a punto de ser cumplida en 2004, cuando al juglar de la música colombiana le practicaban una cirugía en la boca que duró veintitrés horas, la más insufrible y larga de las ocho que le han hecho desde 1999, aquejado por esa innombrable y terrible enfermedad, silente en algunos casos, y en la que el prestigioso cirujano José Antonio Hakim advirtió que era muy difícil que saliera con vida.
Cuando el doctor Hakim salió del quirófano, una romería de reporteros lo estaba esperando en el pasillo de su consultorio para averiguar por el estado del músico y compositor tolimense. Como el reporte fue alentador, traducido en que Silva Ramos estaba fuera de peligro, pero que su recuperación sería lenta y delicada, camarógrafos y reporteros abandonaron la clínica.
De otra muerte honda, espiritual, inconcebible, que es cuando un padre ve morir a su retoño, da cuenta el registro luctuoso del autor de Viejo Tolima en el año 2000: en un accidente casero, su pequeña María Carolina partió a la eternidad con apenas cinco años, cuando un televisor se le vino encima.
Otra, la tragedia de una de sus esposas, María Carolina del Río –madre de la anterior-, que por un error hospitalario le fue aplicada una sobredosis de anestesia raquídea que le dejó su cuerpo semiparalizado de por vida.
Y así por el estilo: muertes grandes y pequeñas, como las que cita en su enorme ensayo, El oficio de vivir, el poeta y escritor italiano Cesare Pavese. Muertes del cuerpo y del alma, funerales del amor no correspondido, irreparables pérdidas económicas, duelos de amigos y seres queridos, pero de las más lacerantes para el prolífico artista, las de la ingratitud y el olvido en un país amnésico como Colombia que se resiste a reconocer sus tradiciones y el inmenso valor de su patrimonio musical.
El pasado 30 de abril, Rodrigo Silva y Álvaro Villalba, del legendario dueto Silva y Villalba, celebraron, luego de varios aplazamientos y despedidas, cincuenta años de actividades musicales como uno de los hermanazgos más sólidos y aclamados del folclore de la región andina nacional. El escenario para dicha efeméride fue el Teatro ‘Jorge Eliécer Gaitán’.
Dos días antes, la empresa encargada del concierto convocó a los periodistas del espectáculo a una cita con los homenajeados. El sinsabor a este llamado dio grima: Solo cuatro reporteros acudieron: dos de la provincia cundinamarquesa, Caracol Noticias solo envió el cámara y, como dato curioso, una emocionada joven estudiante de Comunicación Social, Leidy Katherine García, que por arraigo y crianza cultiva desde niña el gusto y la afición por la música que nos pertenece, se las ingenió esa tarde para ingresar al teatro y tomar impresiones de sus ídolos.
De haber sido una rueda de prensa con algunos de los reguetoneros de turno que con su estridencia avalada por los supervisores de la contaminación auditiva se tomaron la radio, la televisión, las plataformas cibernéticas, las pomposas discotecas de las capitales y los antros braveros de los cordones de miseria, a lo mejor los organizadores se hubieran visto obligados a pedir refuerzos policiales para controlar la guachafita de fanáticos.
Lo mismo debe estar sucediendo por estas fechas sampedrinas en las patrias chicas de Silva y Villalba, Neiva y El Espinal respectivamente, otrora el Tolima Grande, emporio de virtuosos compositores e instrumentistas, cuna respetuosa de la música colombiana, de bambucos, sanjuaneros, pasillos, guabinas, torbellinos y rajaleñas, de duetos de antología como el de Garzón y Collazos, donde para dichas celebraciones se comulgaba con lo auténtico y terrenal, lo que brotaba en su esencia de tiples, bandolas y guitarras para acompañar esas tonadas que ilustraban muchachitas silvestres de rubores coquetos, haciendas sin fronteras, barcinos destetados, verdes y floridos paisajes, rumores de caudalosos ríos y serenatas a campo traviesa, a lomo de mulo y con aromas de anisado.
Debe ser insuficiente para los reporteros modernos la grandeza y sabiduría de los de antes comparada con la ligereza y la banalidad de los nuevos. Pero no cargan solos con esa ignorancia quienes ejercen la infantería de la noticia, como sus editores que pasan de agache los 50 años del dueto que le ha dado lustre y orgullo a la música colombiana, con el argumento de que eso no vende, que esa melodía hidrográfica hace tiempo que pasó de moda, y que de los escasos que insisten en que sobreviva, se encarga el Festival Mono Núñez, en Ginebra (Valle), o el Festival Príncipes de la Canción, en Ibagué (Tolima).
En la radio, menos. De la única manera que uno por atafagos de insomnio llegue a oír algo de Silva y Villalba, de Los Hermanos Tejada, del Dueto Los Inolvidables, del Dueto Nocturnal o de la Gran Rondalla Colombiana, es por obra y gracia del locutor más longevo que tiene el país, don Gabriel Muñoz López, al borde de sus 90 almanaques, los amaneceres del lunes, precioso horario de su espacio Así canta Colombia.
Hará unos diez años, el empresario del disco, poeta y compositor tolimense Fabio Polanco fundó en su centro de operaciones la que sería la primera emisora de música colombiana por internet. El proyecto, con programador y control pagados de su peculio, iba viento en popa, pero al final no resistió por la falta de respaldo y de pauta, que es el combustible que nutre estos ambiciosos propósitos. Y el disco rayado de patrocinadores e inversionistas: es que la música colombiana no vende.
Tiene razón de dolerse Rodrigo Silva Ramos, no sólo de las soberbias y los cataclismos del músculo y la sangre testimoniadas en varias cicatrices entre pecho y espalda, sino de esas bragaduras del alma que solo las cierra la parca, las de la desmemoria y la insensibilidad ante un patrimonio enorme que él y su compañero de bregas, Álvaro Villalba (85 años), con el brazo izquierdo inerte por una isquemia cerebral, sellaron hace medio siglo en una refresquería de El Espinal, donde coincidieron por aparte con sus tiples y guitarras.
Es justificable que este virtuoso de la melopea criolla -a quien el escritor Fernando Ayala Poveda dedica un sentido capítulo con partitura de Viejo Tolima en su novela No tengo un peso y me llamo Silva (XXVI Premio de Novela Aniversario Ciudad de Pereira)- se lastime con razón a nombre del dueto, de no contar con una pensión y una seguridad social dignas, luego de haber cumplido 50 años con su labor musical de múltiples reconocimientos, locales y extranjeros, como cuando fueron nombrados Mariscales de la Hispanidad en un desfile de la colombianidad por la Quinta Avenida, con bendición al final del Obispo O’Connor en la Catedral de San Patricio, en Nueva York.
O llenar el Central Park de latinos y colombianos los 20 de julio, de tocarles el miocardio a esos compatriotas que en busca de mejores oportunidades se les escurre las lágrimas en la diáspora cuando oyen A mí deme un aguardiente, / un aguardiente de caña, / de las cañas de mis valles / y el anís de mis montañas…
Y darles serenatas en palacio a más de media docena de presidentes de la república y a sus emperifolladas esposas: Mariano Ospina Pérez (un mes antes de morir), Belisario Betancur, Alfonso López Michelsen, los dos Pastranas, Ernesto Samper (cuando cimbraban los cimientos de la Casa de Nariño por el sismo del 8.000), y al implacable capataz del Ubérrimo, acostumbrado a agradecer favores con carticas y diminutivos.
«Nos hubiera ido mejor como guerrilleros -recalca Silva-, con todas protecciones, seguridades y prebendas que les está prometiendo el gobierno».
Menos mal que Rodrigo Silva Ramos heredó de su pariente José Eustasio Rivera – primo hermano de su abuelo paterno- la vena narrativa para dejar como legado la memoria del dueto, pero también de sus cuitas y sus satisfacciones personales, de sus inicios en la música cuando interpretaba vallenatos en un acordeón prestado en el Colegio San Luis Gonzaga, de Facatativá, y en los Telefunken alemanes de nueve bandas se oían melodías pegajosas como La totuma, El hombre marinero y Pomponio, y el aire era más respirable y el día transcurría con menos prisas.
Huérfano de padre al año y medio de nacido, solo, sin nadie que le dictara cátedra, ni siquiera conocimientos básicos, Silva Ramos aprendió por su cuenta a ejecutar una veintena de instrumentos: acordeón, piano, órgano, arpa, tiple, bandola, guitarra, cuatro y demás, y a interpretar con ellos las músicas propias de diferentes regiones, y más allá de las fronteras, la ranchera, el huapango y los corridos de la revolución mexicana.
A muy temprana edad, a los quince años, cuando todavía los muchachos no estaban autorizados para echarse los pantalones largos, Silva quedó matriculado con el dueto y el repertorio de los andes colombianos, a partir de la invitación que le hizo un tío alcahuete a su finca de Usme, donde habían sido contratados para un ágape nadie más ni nadie menos que Garzón y Collazos. Esas voces, esas canciones profundas y agradecidas, marcaron sobremanera al jovencito como para que se uniera a un contemporáneo que coincidía con sus gustos, Henry Faccini, de ascendencia italiana, con quien formó su primer dueto, Silva y Faccini.
Años más tarde, en 1966, justo para unas celebraciones sampedrinas en El Espinal, conocería a Álvaro Villalba, quien curiosamente integraba el Dueto Guzmán y Villalba. Y eso fue como amor a primera vista: afinaron cuerdas, intercambiaron compañeros y se soltaron a desgranar las páginas interminables de un cancionero que, la clientela conmocionada por el talento de los muchachos, no daba tregua en agotar.
A partir de esa época, Silva y Villalba emprendieron un camino que no siempre ha estado sembrado de rosas. La primera frustración fue en 1968, cuando Los Caracoles de Barranquilla, por influencias comerciales y políticas del compositor Eduardo Cabas (padre de Andrés Cabas), les arrebataron la Orquídea de Plata Philips, el galardón más honroso y preciado que se le concedía a un artista. Villalba desertó del dueto y se fue disgustado al Espinal.
El distanciamiento duró apenas seis meses. En la radio no paraba de sonar Viejo Tolima, el éxito generacional de Silva Ramos, inspirado en el éxodo que tuvieron que padecer sus tíos cuando la godarria y su tenebroso ejército de chulavitas los despojó de su hacienda cafetera, La estrella, en el Tolima, la misma donde él de niño iba a montar a caballo y a soslayarse en solitario a la sombra de una acacia, con los primeros arpegios del tiple, que él que quisiera ver colgado en la pared, al frente de su lecho, antes de expirar.
Retomaron el curso musical con la grabación que los dio a conocer en el país, un acetato del sello Philips bajo el título de Viejo Tolima, y otras joyas como Oropel, Pescador, lucero y río, Paredes viejas, Los guaduales, y lo más representativo de los grandes pilares de la música colombiana: José A. Morales, José Barros y Jorge Villamil. Ese fue el inicio de un rico inventario discográfico, doce en vinilo y veintiocho en Cd., para un total de cuarenta producciones con la misma casa que los acogió, y la emisora que respaldaba a pundonor los talentos nacionales: Radio Santa Fe.
En ese dial, los domingos de radio teatro eran de serenata permanente, en vivo y en directo. A Silva y Villalba les seguían en calculada proporción Emeterio y Felipe Los Tolimenses, Garzón y Collazos, el Conjunto de Oriol Rangel, Jaime Llano González, Francisco Pacho Zapata, Berenice Chávez, Carlos Julio Ramírez, Víctor Hugo Ayala, los Hermanos Arellano, entre tantos de una pléyade que hizo historia, no solo por su versatilidad y calidad interpretativa, sino por su carisma, su respeto por el público, su don de gentes.
Luego vendrían los casorios, los hijos, las serias responsabilidades, las giras internacionales, las épocas boyantes, los estudios de grabación, las interminables veladas en la Taberna Silva y Villalba –primero en la calle 95 con carrera 11, luego en la calle 106 con Av. Suba- con ministros, políticos y celebridades de todos los estratos y raigambres: Alfonso Gómez Méndez, Alberto Santofimio Botero, Manuel Élkin Patarroyo, Fernando González Pacheco, el infaltable Jorge Villamil, entre otros, y en esos mismos vaivenes, como en la desencantada letra de Orlando Contreras, de los amigos que dicen ser amigos / de las mujeres que mienten al besar…
Años de sequía, temporadas de indulgencia, la enfermedad: ese lapsus que pone al hombre contra la pared y le hace ver con más nitidez que en ningún otro tramo de la existencia del material con que estamos hechos, y de lo vulnerables y volátiles que somos antes el universo.
Nadie más que Rodrigo Silva Ramos para reafirmar con creces el libreto trágico que le ha planteado el destino y que él ha seguido al pie de la letra, con humildad, pero con coraje, sin escatimar los esfuerzos y los recursos imaginarios para salir airoso de los embates del cuerpo y del espíritu, hoy a la orilla de sus años, varias veces campaneado por la muerte, con ocho complejas y dolorosas operaciones, con un par de ruinas intermedias, pero con la voluntad y la fe para no darse por vencido, y la resignación para seguir aceptando lo que venga, hasta que el Dios al que se encomienda cada que aclara el día, lo llame definitivamente a cuentas.
Por eso no cesa de afinar el tiple y de entonar sus melodías. Lo hace en su casa de Ibagué, rodeado de su última mujer, María Carolina del Río y de Juan David, de doce años, el menor de sus retoños. No para de cantar y de escribir. A la biografía de Silva y Villalba le siguió una novela, Nacho, basada en un personaje real, José Ignacio Forero, nacido en cuna de oro, con un gran sentido del humor, quien paradójicamente fallece por contagio de la peste de rabia. Ahora anda en un libro de cuentos. Todo eso lo aferra a la vida.
La rúbrica musical para la posteridad está impresa en este disco conmemorativo de los 50 años, con veinte éxitos en sus versiones originales, pero remasterizados, entre los que sobresalen: Mi viejo Tolima, Oropel, Al sur, Llamarada, Espumas, El barcino (que es el himno oficial del conflicto armado), y Se murió mi viejo, dedicado al padre que la vida le privó cuando apenas era un crío de pañales, entre otras.
Que tenga listo su epitafio, vaya uno a saber, agrega Silva, no quiere decir que haya hecho un alto en su cometido musical. Cuando le agendan presentaciones, y ante la imposibilidad en tarima de Álvaro Villalba, llama a los Hermanos Tejada para que lo acompañen. De hecho, dice que ellos serían sus dignos sucesores, sin descartar en la lista al Dueto Los Inolvidables.
Y si sus deseos se cumplen y siguen con vida programas televisivos como La Serenata, y espacios radiales como Así canta Colombia, y festivales como el del Mono Núñez y el de Príncipes de la Canción, y jovencitas entusiastas como Leidy Katherine García que prepara su tesis de grado de periodismo con el acontecer de la música colombiana desde los inicios en la radio, quedan firmes esperanzas de que este invaluable tesoro cultural siga su curso con el mismo vigor y caudal de los ríos que la inspiraron, pese a todos los vetos, indiferencias y obstáculos que se les imponga, pero siempre con la convicción y la entrañable memoria de quienes la mantuvieron viva y vigente en el postrer de los días.
Eso anhela Silva Ramos mientras rasga el tiple y silba un encabronado bambuco.
¿Qué tiene el tiple que canta y que encanta a juglares curtidos como usted?
“El tiple es uno de los instrumentos de acompañamiento más agradables al oído, que se puede utilizar como armónico o melódico”.
¿Es cierto o es mito que quien aprende a ejecutar el tiple se le mide a lo que sea?
“Es mito, porque el tiple es un instrumento que hay que ejecutarlo con gusto, pero esto no significa que facilite otros instrumentos. De por sí la persona con suficiente oído musical aprende a ejecutar varios instrumentos, obviamente algunos aprenden más que otros, por diferentes razones”.
¿Cómo se llevan el tiple y la bandola? ¿Pinta bien ese matrimonio?
“En la música instrumental, son pareja inseparable”.
¿Cómo era su Viejo Tolima en los años floridos de la adolescencia?
“Un paraíso que comprendía dos grandes territorios, pero con el tiempo malogrado por la violencia. De allí nació mi tema Viejo Tolima”.
¿Cómo se imaginaba el mundo?, ¿qué expectativas tenía de la vida?
“El mundo lo imaginaba tal y como es ahora, porque desde esa época ya se presagiaba el desastre. Mis expectativas siempre estuvieron relacionadas con la música, y contra viento y marea se logró”.
¿Qué libros primerizos llegaron a sus manos? La vorágine, ¿por ejemplo?
“La vorágine, de José Eustasio Rivera; El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas; y Anna Karenina, de León Tolstoi”
¿Cree que por su pariente José Eustasio Rivera se le encendió a usted el bombillo de la escritura?
“Es muy posible”.
¿Les escribía sonetos enamorados a las muchachas de su adolescencia?
“Siempre lo hice, más que todo a las novias, que no fueron pocas”.
¿Cuál era en un principio su fórmula a la hora de componer? ¿Rasgando el tiple le iban saliendo las letras? O, ¿tarareando las letras iba fluyendo la música?
“Me gusta componer con la guitarra y siempre voy haciendo letra y música al tiempo”.
¿Cómo fue brotando Viejo Tolima? ¿Con la ayuda a cuenta gotas de un anisado?
“La única ayuda para ese tema fue la tristeza de ver como la chusma había desalojado a mis tíos de sus tierras”.
El trapiche, el nevado, todo acabado… ¿Hoy a sus años siente la misma nostalgia del éxodo, de la parcela que a fuerza tuvo que ser abandonada, de los jamelgos y el arado?
“Todavía lo recuerdo con nostalgia”.
¿Qué logró salvar del rancho en las prisas de la huida?
“Eso le tocó a mis tíos que salieron apenas con lo que llevaban puesto. Yo contaba con muy pocos años y solamente iba para las vacaciones de mitad y final de año”.
Éstas sus melodías siguen siendo intemporales, ¿verdad, maestro? Como si el país, en todos estos años, estuviera anestesiado de tanto horror, mentira y violencia.
“Es increíble que no solo éste país sino el mundo en general esté como esté, y que seamos nosotros mismos los culpables”.
En finadas cuentas, parafraseando su letra, ¿El Tolima ya no es la misma tierra que conoció?
“Eso es correcto, ya no es ni parecida”.
Fuera de la inspiración y de la música, ¿de qué otra manera opera la nostalgia en un hombre tan sensible y creativo como usted?
“La niñez, la pobreza, el desempleo, la forma superficial de enseñanza en los planteles. Todo esto me hace fluir la inspiración de vez en cuando”.
Hablemos de la radio, maestro, ese aparato generacional que nos enseñó a descubrir en épocas pretéritas la belleza de nuestra música, cuando de niños creíamos que los músicos iban metidos dentro.
“Eso también me da nostalgia: la radio y los medios en general son los culpables de los cuidados intensivos en que se encuentra la música tradicional colombiana”.
¿En su casa también había un Telefunken alemán de nueve bandas, de esos que seguían sonando luego de darle vuelta al botón de apagado?
“Eran radios de tubo y había que esperar un buen rato a que prendieran cuando calentaban los tubos. Claro que los había en mi casa”.
¿Qué artistas sonaban en ese entonces?
“Estaban los más grandes de la historia: Pedro Infante, Jorge Negrete, Los Panchos, Los Ases. En Colombia eran figuras El Charro Latuada, Los Isleños, Buitraguito y Garzón y Collazos”.
¿Sigue siendo un radioescucha? ¿Hoy qué emisoras son de su predilección?
“Soy muy poco radio escucha porque me deprimen las noticias trágicas y sinvergüenzas que es la especialidad hoy por hoy en los medios. Mejor cojo la guitarra y me pongo a tocar alguna cosa”.
¿En qué circunstancias descubrió al maestro Jorge Villamil?
“Desde muy niño. Villamíl, cuando daba sus primeros pasos en la composición iba a la casa de mi hermana Solita, en Neiva, a que mi cuñado, que también era médico, lo acompañara en el piano, y allí yo muy pequeño me sentaba a escuchar a quien años después habría de entregarnos su música para que la interpretáramos”.
¿Fue Jorge Villamil el más dilecto y certero retratista de nuestra colombianidad?
“Fue uno de los compositores más completos, pero realmente manejaba lo relacionado con los paisajes de una manera magistral”.
Jorge Villamil sufrió prolongados y dolorosos derrotes de salud, y sin embargo, con aplomo y fortaleza, cargaba la enfermedad con un silencio y una resignación de apóstol…
“Nunca perdió su buen sentido del humor, inclusive cuando ya poco se levantaba de la cama. Para mí ha sido un ejemplo de superación ante la adversidad”.
Como usted, maestro Silva. Que no sólo es un testimonio de vida sino de resurrección. ¿Cómo se las ha arreglado para superar tantas tragedias? ¿Se ha visto así mismo como un resucitado?
“Soy una persona que acepto la voluntad de Dios. Sí me siento resucitado y creo que mi trabajo en este mundo es servir de testimonio y de ejemplo para personas que han sufrido o que algún día se vean forzadas a afrontar las durezas de un sufrimiento”.
¿Escribir, tocar y cantar para purgar y adormecer esos dolores?
“Es la mejor terapia”.
¿Qué puede decir de las mujeres que lo han acompañado por igual en la ventura y en el infortunio?
“Que a todas, aunque algunas ya partieron, entregué con sinceridad mis sentimientos de amor mientras se pudo”.
¿Y de los amigos?, ¿de los amigos de verdad?
“Soy persona de pocos amigos reales, los demás son conocidos, y punto. Amigo es aquel que en las buenas viene cuando se le llama y en las malas, sin necesidad de ser llamado”.
¿Se puede decir que Álvaro Villalba, más que un compañero de lides musicales, hace tiempo que es como un hermano suyo?
“Hace 50 años que es mi compañero, socio y hermano”.
¿Qué no le perdona a este país, maestro?
“La pasividad con que ve los problemas de corrupción y pobreza, que día tras día es producida por sus gobernantes”.
De todos los males mayores, ¿la ingratitud? Nadie más que usted que la ha sufrido, ¿verdad?
“50 años de labores musicales llevando con orgullo la bandera nacional por varios rincones del mundo y el gobierno no acepta pensionarnos. Nos hubiera ido mejor como guerrilleros: hoy tendríamos pensión, casa propia, territorio especial y derechos para ser hasta presidentes de la república”.
¿Cuánto hace que no brinda por la vida?
“Siempre y muy seguido brindo por la vida, aunque como dice el poema de León de Greiff… de todas formas la tengo perdida”.
¿Cómo reivindicar el buen gusto y el amor de la música que nos identifica?
“El día que los medios hablados y escritos dejen sus intereses únicamente comerciales e involucren amor a lo nuestro, ese día será la resurrección de la música vernácula, pero lo veo cada vez más lejano”.
¿Cómo es su rol de abuelo?
“Soy mal abuelo. Creo que se debe a que siempre he tenido hijos pequeños que han sido mi entretención, y además por la falta de cercanía con mis nietos que viven lejos, y solo cuando voy a Bogotá puedo estar con algunos de ellos”.
¿En qué anda ahora en el terreno literario?
“Ya terminé una novela llamada Nacho y estoy preparando un libro de cuentos cortos”.
¿Cómo llegó usted a convertirse en un capítulo revelador de No tengo un peso y me llamo Silva, la premiada novela de Fernando Ayala Poveda?
“Por el parentesco con los herederos del Canal de Panamá, y por gentileza del maestro Ayala Poveda”.
¿Sigue siendo creyente con todo lo que le ha pasado?
“Sigo siendo creyente, aunque a decir verdad hay veces que las circunstancias lo hacen a uno dudar”.
¿Creyente de ir a misa y confesarse?
“Soy muy poco dado a la confesión y creo que no tengo de qué arrepentirme, a excepción de haber ayudado a muchos que cuando llegaron las malas obtengo escasamente el saludo. Las misas, muy de vez en cuando. Me gustaban más las de mi época, las de ahora se me hacen bulliciosas, irreverentes”.
¿Cómo es hoy su relación hoy con el tiple? ¿Igual que antes?
“El tiple siempre ha sido y será parte de mi existencia. Si tengo la fortuna de morir en mi cama, quiero que frente a mí cuelguen un tiple y una guitarra”.
Con el piano, suena estupendo. ¿Qué le gusta interpretar en el teclado?
“El piano es uno de esos instrumentos que no me atrevo a tocar cuando hay cerca un verdadero pianista. Me gusta tratar de interpretar bambucos, pasillos o boleros”.
¿Cómo son sus afectos con la música clásica?
“Me gusta escucharla cuando estoy solo para que nadie me interrumpa”.
¿Usted es de los que va de Bach al vallenato?
“La música culta y la romántica me mueven el alma. El vallenato es para mover los pies”.
Cuando va en el carro, ¿qué le gusta poner?
“Me gusta que los paisajes se combinen con la música nuestra para que el recorrido tenga sabor a patria”.
¿Qué música sugiere para recobrar el sosiego?
“Depende del estado de ánimo: si estoy enamorado, lo romántico; y si estoy triste o preocupado, lo clásico”.
¿Para conversar con Dios?
“Todos los días lo hago, somos grandes amigos, aunque a veces peleo con él ante el acoso de mis problemas, pero luego recapacito”.
¿Para enamorar una dama?
“La música colombiana y los boleros”.
¿Para la enfermedad?
“La música de la resignación”.
¿Para volver a sentirse joven y hacerle un guiño a una veinteañera?
“Todavía me siento joven y las veinteañeras escasamente las miro y las admiro, pero no me ilusiono para no perder el tiempo”.
¿Para reconciliar los corazones enfadados?
“El mejor consejo es hablar”.
¿Qué música le recomendaría al secretariado de las FARC, presente hoy en La Habana?
“Francamente, ninguna. La música está hecha para almas sensibles”.
¿Usted sí cree en una paz definitiva?
“Mientras el hambre y la pobreza estén presentes, la guerra seguirá siendo nuestro pan de cada día”.
¿Ha perdonado a todos los que lo han ofendido?
“Soy de los que perdono, pero no olvido”.
¿Usted cree que uno viene a esta vida a saldar cuentas atrasadas de otras vidas?
“No”.
¿Usted repetiría su vida en otro tiempo y lugar?
“Tendría que ponerme a pensar: estoy satisfecho solo con una parte de mi vida. La indiferencia me ha hecho mucho daño”.
¿Qué bambuco le está haciendo falta hace rato a Colombia?
“Colombia tiene muchos, solo habría que darlos a conocer”.
Si Aladino el de la mítica lámpara se le apareciera y lo devolviera a sus 20 abriles, ¿qué sería lo primero que haría?
“Seguiría componiendo y cantando para tanta mujer bonita”.
Después de todo, de lo que venga, de lo saldado, recobrado y perdido, ¿cómo es hoy su cuadre de caja con la existencia?
“Desafortunadamente mi saldo marca en rojo tanto en salud y economía”.
¿Qué salmo hay ahora mismo abierto en su Biblia?
“Zacarías capítulo 9, versículo 7, donde antes de mi operación Dios me prometió salvarme. Y lo hizo”.
Si el sufrimiento y el dolor purifican, usted, maestro Silva, debe estar más que purificado…
“Es la resignación la que me purifica más”.
¿A qué ha renunciado definitivamente?
“A nada, porque soy consciente de que las cosas llegan en cualquier momento”.
¿De vez en cuando un aguardiente?
“A eso no he renunciado”.
¿El aguardiente sí sirve para ahogar las penas?
“Al contrario, sirve para revivirlas. En vez de ahogarlas, las saca a flote”.
Usted que lo ha visto varias veces: ¿Cómo es el túnel que conduce a la luz perpetua?
“Gracias a Dios no lo vi…creo que se lo mandaron a hacer a los Nule”.
Qué se sentirá, maestro, volver a la nada. Si de la nada venimos y en la nada nos pulverizamos…
“Nada…solo paz. Esa es la verdadera paz”.
¿En paz con Dios, con los suyos y con sus semejantes?
“En paz con todos y agradecido con Dios por permitirme perdonar”.
¿Cómo se imagina el cielo, si el infierno lo estamos viviendo en este terreno mundo?
“No me lo imagino para no dañarme la sorpresa”.
¿Muy aburrido el cielo si no hay músicos?
“Que los hay, los hay”.
Silva y Villaba, Viejo Tolima: bit.ly/29EjZ1w