miércoles diciembre 18 de 2024

The times they are a-changin’

20 octubre, 2016 Música, Opinión Josean Ramos

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Por: Josean Ramos*

 Pese a que su candidatura al Premio Nobel de Literatura por primera vez en 1996 se convirtió en un recurrente chiste entre los más escépticos y ortodoxos académicos, tal distinción al cantautor norteamericano Bob Dylan este año, es el cúmulo de otros prestigiosos reconocimientos internacionales por su valiosa aportación artística a la humanidad: varios Grammy; el Oscar por la canción “Things Have Changed”; el Pulitzer de Música; el Príncipe de Asturias de las Artes; y la Medalla Presidencial de la Libertad entregada de manos del Presidente Barack Obama, entre otros.

Los que crecimos con esa música que nos contagió la rebeldía de los años 60, celebramos tal reconocimiento por su valiosa aportación poética a la música cantada, que tanto ayudó a fraguar la llamada contracultura de esa turbulenta década.

A través de su poética Dylan supo sintetizar la visión de sus colegas beat, Allan Ginsberg, Jack Kerouac y William Burroughs, de los cuales se convirtió en un portavoz generacional que expresó en sus canciones la agitación, los tormentos e ideales de aquellos convulsos años.

Lo más revelador en la otorgación del Premio Nobel de Literatura este año es que no se lo otorgaron a un escritor tradicional o académico, como es costumbre, sino a un cantautor, lo cual ubica a la música popular como un género literario propio, reconocido por la prestigiosa academia de la lengua sueca.

En Latinoamérica, afortunadamente, ya nos habíamos adelantado a los suecos, pues muchos escritores y académicos nuestros, como García Márquez, reconocieron siempre las virtudes literarias en las canciones de Armando Manzanero, Manuel Alejandro o Agustín Lara, aunque nunca fuera capaz de escribir un solo bolero.

Para muchos melómanos, la mayor importancia que tiene ese reconocimiento a la canción popular como género literario, es que integra al compositor a los círculos literarios a los cuales pertenecen por naturaleza y “seniority”, con posibilidades de aspirar al máximo galardón que ofrece la literatura mundial. De haber sido considerados antes, más de uno de nuestros insignes compositores de música popular, -pienso en Rafael Hernández, Pedro Flores o Don Felo-, hubieran sido galardonados con tal distinción, como también debieron en su tiempo ser reconocidos los compositores Homero y Safo.

De Dylan, más que lo musical, se destaca al creador de mitos y hacedor de sueños, al poeta rebelde de contracorriente que en sus canciones se anticipó al revuelo social y político mundial de los años 60. Más que canciones, los temas “Blowin’ in the Wind”, “The Times They Are A-Changin” o “Like a Rolling Stone”, se convirtieron en epopeyas de su tiempo, que han de escuchar muchas generaciones, mientras haya injusticias sobre la faz de la Tierra.

Esta distinción ya ha traído controversia entre algunos escritores, por habérsele otorgado a un artista destacado primordialmente como músico y no como escritor, sin considerar que sus cientos de canciones recogidas en libros son poemas que también se dejan escuchar, poesía para el oído.

En su caso, no escribe canciones simplemente para cubrir el expediente, sino para que se puedan leer. “Si se le quita aquello que es propio de la canción -el ritmo, la melodía”-, ha dicho Dylan, “todavía las puedo recitar”.

Aunque sea conocido como músico y no como escritor, la academia sueca premió al “gran poeta Bob Dylan” y resaltó sus valiosos aportes a la lengua inglesa, en esa tradición literaria de Milton a Blake; lo que confirma aquello que declaró una vez con cierta exageración el poeta chileno Nicanor Parra: “Solo por tres versos de la canción Tombstone Blues, incluida en el álbum Highway 61 Revisited, se merece el Nobel”.

Escritor y periodista*

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