martes noviembre 19 de 2024

Desde La Santamaría

01 febrero, 2017 Opinión, Variedades

Por Augusto León Restrepo

Lo primero que hace un aficionado a los festejos taurinos cuando se levanta los domingos de temporada es asomarse a la ventana y mirar hacia la Plaza para ver si hay nubes grises que amenacen aguas. Lo segundo, mandar al perro por el periódico, para enterarse si por algún motivo ha sido bajado del cartel el torero de sus preferencias y si el Alcalde, Enrique Peñalosa en este caso – quien luce camiseta negra con un NO grande a los Toros- y la Policía, le van a garantizar su desplazamiento y su vida hacia las dos de la tarde cuando emprenda el calvario para llegar a la Santamaría, en Bogotá, Colombia. La inmensa mayoría de los taurinos tienen un perrito, al que tratan como  a una persona, si es que esto tranquiliza a los antitaurinos, y están suscritos, como yo, a El Tiempo. Y en El Tiempo del 29 de enero, en primera página, leí que tres mil doscientos policías, por orden del Alcalde Peñalosa, se desplazarían hacia los alrededores de la Plaza para proteger y amparar a quienes nos íbamos a arriesgar, como en una especia de inmolación suicida, a presenciar la corrida programada con un rejoneador y un torero de nacionalidad española ambos y un espada colombiano, Manuel Libardo. Y cuando leí que nos iba a tocar un policía por cada tres asistentes a los tendidos, no sabía, literalmente, si reír o llorar. Los tres mil doscientos policías, mantendrían alejados de las calles aledañas a cinco mil individuos, vociferantes unos, vociferantes y de malas intenciones, otros,  y de malsanas intenciones políticas y caóticas una minoría, encabezada por un ex alcalde Petro, y un concejal, Morris, infiltrados en una democrática expresión supuestamente pacifista. Esa exageración, lo de los Policías, era para reir. Una exageración, digna de los paisas. Y una medida que dejaba en la práctica abandonada la ciudad en manos de los delincuentes y de los hinchas del fútbol, tan desmadrados en sus pasionales reacciones casi tanto como los antitaurinos.

Pero nó. No me dio risa. Me dió desolación y tristeza. E indignación. ¡ Mas de tres mil uniformados para guardiar a gentes que quieren asistir a un espectáculo legal y permitido!.  Peñalosa quería aparecer como respetuoso  con las minorías y por ahí derecho aplicarle unas banderillas negras a su contrincante político Petro, manteniéndolo a raya en sus pretensiones populistas. Pero pronto reaccioné y me dije: es una medida prudente la de la prevención policial. Es el ejemplo de la fuerza disuasiva. Que tal si no están los antitaurinos a ocho cuadras de nosotros, si no a ocho metros, como hace una semana: nos repetirían los escupitajos y aquello de que por qué mas bien no íbamos a toriar a las perras de nuestras madres y a las zorras de nuestras esposas, con peyorativas alusiones a esos animalitos- las perritas y las zorritas- que nada les han hecho a los antitaurinos. Y el grito de !oligarca!, que ofende tanto a Alfredo Molano como a mis amigos y a mí que es como gritarle ¡proletario! a Sarmiento Angulo o a los del Grupo Antioqueño. Preferiríamos que nos gritaran ¡Taxista!, ¡Veneco!. Pues su buena trompada se hubieran ganado los insultantes y se hubiera armado  la de Dios es Padre, porque ya estábamos prevenidos. Gracias Enrique Peñalosa Londoño: hizo uso de la prudencia que hace verdaderos sabios, como reza la Novena del Niño Dios. Y a propósito de lo de oligarcas, Rudolf Hommes se suma a «los indignados» en su columna de El Tiempo de el domingo cuando escribe: «No pudieron haber sido mas inoportunos la reapertura de la plaza de toros y el desfile de taurófilos vistosamente vestidos por barrios que rara vez frecuentan, exhibiendo en forma desafiante boletas cuyo precio está fuera del alcance de los inconformes». Hombre Rudolf: mirá hacia los tendidos altos de sol después del tercer toro y  oí el pedido de ¡música!, ¡música!, cuando salen los picadores, y las botas con chicha y manzanilla La Sevillana empiezan a hacer sus efectos: ahí están tus amigos de La Perse y sitios aledaños, en plena efusividad democrática y pluriclasista.

Estuve tentado a asomarme a mirar que leían los antitaurinos pacifistas que invitaron a devorar libros mientras transcurría la corrida. Me imagino que textos de Gandhi, Luther King o el Dalai Lama, sobre resistencia pacífica. Pero no me iba a exponer a sus intemperancias por interrumpir sus beatíficas meditaciones. ¡Válgame Dios!. Mas bien me fui despacio hacia la Plaza, en disfrute de las calles vacías, de la ausencia de motos y automóviles, en una paz armada como la que mandan los cánones y después de almorzar en un restaurante de  la carrera quinta que costó tanto como un toro de lidia, por una porción tan pequeña como un cuerno de los de Miguel Gutiérrez . Y  se me había olvidado pero aquí va: a los del encierro de César Rincón, del Espíritu Santo, les duró el motor para dos o tres tandas de derechazos de los de a pie. El sexto para Pablo Hermoso, merecía la vuelta al ruedo. Permitió que el Caballero se luciera con sus ejemplares como en los mejores días. Una oreja. Como curiosidad, casi todos los picadores fueron aplaudidos. Manuel Libardo, un César Rincón en ciernes, pero, supongo, que por lo poco que se ha placeado, que no fue capaz con un señor toro que lo puso en dificultades. Miguel Angel Perera se fue sin premios porque falló con el estoque. Pero ejecutó el mejor toreo de la tarde. Bien parado, con temple, que es lo que da  lentitud,  inspiración y arte. El brindis por parte del rejoneador a la Policía Nacional, muy justo. A la salida estaban los tres mil doscientos agentes cuidando a unos mil afónicos y resistentes antitaurinos y a unos ocho mil aficionados que no se dejaron amedrentar. Y que volverán sábado y domingo a  disfrutar de su minoritaria afición, con el permiso de las autoridades y si el tiempo lo permite.

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