Desde la Santamaría
Por Augusto León Restrepo
Yo creo que más que indignación, en el ambiente de la Plaza de Toros de Santamaría de Bogotá este domingo 19 de febrero había desolación y tristeza. La paradoja era que toreaban tres toreros colombianos, tal vez los más tallados, en una profesión, la de torero, que requiere entrega y sacrificios y que si bien tiene momentos afortunados y exitosos, son más las angustias y las incomprensiones: pudiéramos decir que es como el espejo de la vida de casi la mayoría de nuestro próximo o prójimo, a los que les ha tocado nadar en unas procelosas aguas, en las que han logrado sobrevivir por su propio valor y tesón. Como los integrantes de la Policía Nacional, contra los cuales se dirigió un atentado en las cercanías del estadio taurino, que hasta el momento ha dejado como saldo unos treinta lesionados, 26 de ellos de la institución policial, cuatro con gravísimas lesiones en sus ojos, que les harán perder uno o dos de sus órganos visuales. Lo que es inicuo. Y fruto de un flagelo que mantiene azotado a los colombianos desde hace años y años y cuya causa es disímil e imposible de especificar: odio irreprimible a grupos o tendencias que piensan o actúan diferente; erróneos y letales criterios que creen que con sus actos homicidas pueden cambiar el rumbo del Estado, de la sociedad y sus instituciones; fundamentalismos que obligan a sus militantes y prosélitos a obrar contra sus semejantes para demostrar serviles adhesiones o tantas y tantas que pueden caber en el alma de esta humanidad con la que nos ha correspondido compartir suertes o desgracias.
Pero el hecho del domingo, cualesquiera que haya sido la motivación, es mondo y lirondo terrorismo, al que no hay que restarle importancia ni trascendencia. Es bobalicona la actitud de autoridades y algunos medios, que tratan de ignorar la gravedad de los atentados terroristas si no producen muertos. Cualquier artefacto explosivo causa desazón, miedo, desconcierto, vaya dirigido contra lo que fuere: edificios, vehículos, vías carreteables, oleoductos. Ni que decir cuando las víctimas son gente del común, que nada tiene que ver con los conflictos. Porque lo que producen en el entramado social, es impredescible. Impotencia, angustia, desánimo. Hay que haber estado en un evento de estos (Club El Nogal. Bogotá. Febrero 7 de 2003), para conocer los estragos sicológicos y anímicos que dejan, así se haya resultado ileso. Por consiguiente, el repudio a esos hechos tiene que ser persistente, obligatorio, un fin en sí mismo si es que queremos que algún día este paisito que a veces parece que se nos desmorona, logre salir avante dentro de un aire de convivencia y tolerancia.
El Himno Nacional y el de Bogotá fueron entonados con fuerza en medio de agitar de pañuelos blancos de los cuatro mil espectadores que vencieron el miedo, se hicieron presentes en los tendidos de la Santamaría y aplaudieron con unísonas palmas el brindis de su faena a la Policía Nacional, de parte del torero Sebastián Vargas. Tendidos en los que comenzaron a rodar los rumores de que se habían producido muertes de varios policías, que los autores del atentado habían sido los antitaurinos, que fuerzas oscuras lo habían provocado para desprestigiar a quienes se oponen al espectáculo taurino y muchas más consejas fruto de calenturientas y fantasiosas mentes, que con su dañosa imaginación tanto perjuicio le infligen a la enfermiza sociedad colombiana, por fortuna, en el caso que nos ocupa, rumores falsos de toda falsedad.
Y para terminar, que nos excusen quienes esperaban encontrar mi última reseña taurina de la temporada bogotana. No tuve ojos ni entusiasmo para apreciar las faenas de Sebastián Vargas, Cristóbal Pardo, mi paisano caldense, ni de Ramsés. Me pasé toda la corrida mordiéndome los labios de la rabia y de la impotencia. Y recabando en lo que tanto he escrito en mis columnas periodísticas: que siempre espero, sigo a la espera, de que se logre que se desanimalice a los humanos y no que se humanice a los animales.