jueves julio 18 de 2024

La península del Sinaí, el polvorín de Egipto

24 noviembre, 2017 Internacionales

Tunez.- El jihadismo egipcio dio hoy un salto cualitativo en su implacable campaña de terror. Un atentado contra una mezquita sufí situada en el noroeste de la península del Sinaí se convirtió en el más sanguinario de la historia del país árabe. El Sinaí, un territorio remoto y desértico, es el epicentro de la potente insurgencia islamista que puso en jaque al Estado desde el golpe ejecutado por el actual presidente, Abdelfatah al-Sisi, en 2013.

En esta región, colindante con la Franja de Gaza, la organización terrorista más potente es Wilaya Sina, la filial local de Estado Islámico (EI). Si bien su principal objetivo han sido las fuerzas de seguridad, cada vez más sus dolorosos zarpazos se dirigen contra la población civil, sobre todo las minorías religiosas. En el último año, más de un centenar de cristianos coptos murieron en diversos atentados. Y no es casualidad que la mezquita que hoy masacraron fuera construida por una orden sufí, una corriente mística del islam.

El sufismo es considerado una herejía por parte de los grupos jihadistas, que anteriormente ya habían atentado contra algunos de sus líderes, tanto en Egipto como en otros países de la región. No obstante, hasta ahora un ataque de esta envergadura y crueldad parecía reservado a las mezquitas chiitas de países como Irak o Paquistán. EI parece querer aplicar en Egipto el mismo manual que ya sigue en otros escenarios: provocar una guerra sectaria.

Ahora bien, varios analistas advirtieron que el ataque podría responder no sólo a una lógica sectaria, sino también tribal. La población originaria del Sinaí es mayoritariamente beduina, y la identidad tribal es ahí muy fuerte, lo que ayuda a explicar algunas dinámicas del conflicto entre el ejército y Wilaya Sina.

Ambos actores luchan por obtener el apoyo de los líderes tribales, y la violencia no se halla exenta de sus respectivas estrategias. Por ejemplo, la milicia jihadista suele castigar con el asesinato cualquier colaboración con las autoridades. Como el acceso a la zona está prohibido a la prensa, sobre todo a la internacional, hace más de cuatro años es difícil verificar los comunicados oficiales sobre el balance y la naturaleza de atentados y ofensivas antiterroristas.

Por su rugosa orografía, emplazamiento geográfico e historia, la península del Sinaí reunía todos los elementos para convertirse en un polvorín tras el derrocamiento del presidente islamista Mohammed Morsi. La región fue largamente marginada en el diseño de infraestructuras e inversiones públicas por parte del Estado, con el que mantiene un largo historial de conflictos. Ello se debe al centralismo dominante, al desprecio por el modo de vida y cultura beduinas, así como a la desconfianza del gobierno hacia una población que aceptó sin una gran resistencia vivir bajo el control de Israel durante más de una década.

Gracias a este caldo de cultivo, florecieron varios grupúsculos armados salafistas formados por jóvenes beduinos alienados durante los últimos años del régimen de Hosni Mubarak. Tras la asonada de Al-Sisi se incorporaron veteranos combatientes jihadistas, y de la unión de los grupos salafistas nació Ansar Bait al-Maqdis, rebautizada como Wilaya Sina en 2014, al jurar lealtad a EI. A la solidaridad tribal se le superponía un nuevo eje ideológico en una combinación letal.

Luego de una reunión del más alto comité de seguridad del país, el mariscal Al-Sisi, que gobierna el país con puño de hierro, dirigió un mensaje televisado a la nación en el que anunció una «respuesta brutal». Sin embargo, hasta ahora la política de tierra quemada aplicada por Al-Sisi no fue capaz de debilitar seriamente la insurgencia, ni en el Sinaí ni en el resto del país.

Los horribles abusos cometidos por las fuerzas de seguridad, que recurren a menudo a las torturas y las ejecuciones extrajudiciales, crean agravios suficientes para alimentar de nuevos reclutas las filas de los grupos terroristas en una sociedad tan tribal, atizando una diabólica espiral de violencia a la que no se le ve un final.

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