lunes noviembre 25 de 2024

Libertad

 Por Augusto León Restrepo

Bogotá, 27 de mayo_ RAM_ Después de la vida, la libertad es lo más preciado para el hombre. Esta elementalidad, si se quiere perogrullada, solo la venimos a comprender, a asimilar, cuando nos la vulneran, nos la limitan, nos la quitan. A raíz de la pandemia provocada por el extraño virus chino, causado por un derrame accidental en un laboratorio o por la ingesta de un murciélago mal cocinado, de una u otra manera todos los ciudadanos de este imperfecto mundo nos sentimos constreñidos en nuestra particular libertad. Que pasó de ser un lema: igualdad, libertad, fraternidad; una frase al garete como en el escudo nacional de la República de Colombia, Libertad y Orden, a convertirse en una circunstancia real y dejar de ser un concepto político filosófico.

En lejanos tiempos, cuando ejercí mi profesión de Abogado en la rama penal, me enamoré de la libertad, además de la vida. Y traté por todos los medios de que mis representados la obtuvieran, cuando el Estado ejercía su poder coercitivo y los señalaba como delincuentes, a veces responsables, a veces inocentes, y los metía entre rejas. Cuando con pruebas convincentes los jueces proferían sus sentencias condenatorias en contra de mis defendidos, la batalla era para obtener que les fueran reconocidas rebajas en sus penas privativas de la libertad, o que por su buena conducta se menguaran las condiciones terribles por las que pasan los que son recluidos. Hacinamientos, violaciones, extorsivas amenazas, piojos y pulgas, gonococos y treponemas, llagas y úlceras, gripas asiáticas, españolas, pulmonías y cuantas plagas y tormentos dantescos son imaginables. Estos son los presos del pueblo. Porque para los delincuentes de cuello blanco, a quienes también apoderé, se buscaba era paliativos, como el traslado de un patio a otro. Patios con celdas individuales, caspetes con comidas a la carta, billares, mesas de juego, visitas conyugales -los presos del pueblo tenían y tienen que acudir a la manopla- talleres y citas con sus abogados a la hora que quieran. En esa época no había casa por cárcel, ni pabellones para presos especiales, ni cuarteles ni sitios de reclusión con jardines y atenciones de hoteles de cinco estrellas.

Y nada produce más desazón, desconsuelo, indignación desbordada, que cuando un inocente cae en manos de unos jueces, hombres y mujeres, inclementes y sordos. Y catones impiadosos en la apreciación de ciertas sindicaciones o delitos. Es de tal índole la desazón y el desconsuelo, que uno quiere regalarse para ir a la cárcel, si esta conducta fuera expedita para que un inocente recobre su libertad. Pero parece que estuviera elaborando un alegato. A lo que voy es a que todo me parece poco para que un inocente pueda probar su condición de tal. Apelaciones, casaciones, revisiones, dobles instancias, dobles conformidades, etc. Ni siquiera la cosa juzgada debe ser barricada inexpugnable, para que alguien que alegue su inocencia y tenga pruebas que la sustente, pueda exponerlas ante el juez que señale la constitución o la ley.

Esto debiera ser claro como el agua y no bautizar decisiones de las Cortes con nombre propio, lo que enfanga los principios vertebrales de la justicia. Hay que llegar a la verdad real, a la prueba completa, para que se pueda condenar a un encartado. Si no es posible alcanzarla, quiere decir que el Estado ha fallado en sus funciones. Y entonces, debe abstenerse de condenarlo y viene la duda como eximente, que se resuelve a favor del acusado, quien debe recuperar su libertad. Aquella frase efectista de que es mejor absolver a un culpable que condenar a un inocente toma cuerpo. Aunque la lógica indica que lo que hay que lograr es condenar a los delincuentes y absolver a los inocentes.

Los tratados internacionales suscritos por el Estado colombiano, deben incorporarse por Actos Legislativos al ordenamiento interno. A un condenado en una sola instancia por la jurisdicción penal, por ser aforado, debe concedérsele el derecho a que la condena y la pena consecuente, sea revisada por un tribunal superior, en acatamiento a lo establecido en la Convención Interamericana sobre Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, suscrito por Colombia. Y derecho reconocido en el caso específico del condenado en única instancia por la Corte Suprema de Justicia, Andrés Felipe Arias, por el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas en 2018. Paradoja. El Tribunal Superior a la Corte no existe. Será un apéndice suyo, con distintos jueces o conjueces, que no sabemos cómo será su nomenclatura, el que ejerza estas funciones. Si el Estado nuestro, sus gobernantes de turno, su parlamento, hubieran sido diligentes en proponer y reglamentar en su oportunidad tal derecho establecido en la Constitución y en los Tratados Internacionales, no estaríamos en este berenjenal de confrontaciones y choques entre las Cortes, ni en la politización de un debate que debería ser jurídico por naturaleza. Una vez más, la Corte Constitucional reemplaza y dicta providencias que le corresponden a otra rama del poder público. Esta es Colombia, Pablo.

No es de poca monta lo que se viene y que tiene que ver con la libertad, como supremo valor social, después de la vida. Libertad y declaratoria de inocencia si los condenados logran derrumbar las pruebas que sirvieron de fundamento a los fallos y providencias. O ratificación de sus ejemplares sanciones, y privación sin atenuantes de su libertad, si sus dolosas conductas siguen acreditadas con las plenas pruebas, y la convicción de los jueces es férrea y sin aristas. La doble instancia, la doble conformidad, no es patente ni garantía de inocencia ni de responsabilidad. Se la tiene que fajar quien acuda a esas instancias.

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