Corrupción que arrastra pobreza
Juan Manuel Ospina
Las comparaciones cuantitativas entre países, salvo excepciones, son simplistas y muchas veces sencillamente mentirosas; comparaciones establecidas a partir de «rankings» tan de moda en este mundo ahogado por aires cosmopolitas y afanes fácticos, donde lo medible se volvió ley y la comparación el criterio evaluativo inapelable, por burdo que sea el procedimiento cuantitativo empleado.
Hecha esta observación, es dramático que Colombia aparezca como el tercer país más corrupto del mundo e igualmente el tercero más desigual de América Latina, a su vez, la región mundialmente más desigual. Se puede discutir la exactitud de las cifras, pero estas retratan una realidad que aún con sus posibles imprecisiones muestra al respecto, unos órdenes de magnitud y unos posicionamientos internacionales que son dramáticos.
Lo primero a constatar es que la gran pobreza imperante en el país no es consecuencia directa de la existente en el país; Colombia como tal no es tan pobre como son muchos de sus pobladores. Según cifras y comparaciones internacionales, el país es hoy, en la escala mundial, uno de ingreso medio. Ingreso medio y pobreza extrema, son dos realidades que no suelen rimar; algo las descarrila. Y ese algo, es una corrupción que no es de ahora y que está disparada, en buena medida porque Colombia hoy es más rica, podríamos decir menos pobre que hace unos años. En plata blanca esto significa, entre otras, que han aumentado las ocasiones para robar. Tenemos más riqueza y un Estado que fue reducido, un embeleco neoliberal supuestamente para cerrarle espacios de acción a la corrupción con el cuento «del estado corrupto» y que el Estado es el problema, como afirmaba el Presidente Reagan, cuando por simple lógica, el aumento de la riqueza reclama lo contrario, más y mejor Estado para proteger y administrar el interés general, el olvidado Bien Común.
Quedamos con un Estado mediocre e insuficiente, débil como autoridad y como guardián del olvidado interés general, convertido en botín de los detentores de un poder espurio por ilegítimo, por desconectado del querer y el reclamo ciudadano que hoy se debate entre el escepticismo, la rabia o la búsqueda de un mesías salvador. Es un Estado recargado de burocracia, es decir, de puestos innecesarios muchos de ellos creados para colocar a los amigos de los políticos que mañana se transforman milagrosamente en votos. Una burocracia y unos políticos, no todos afortunadamente, que en la feria de la contratación pública terminan pasando ingresos del Estado salidos del bolsillo del contribuyente al del contratista ladrón. Un robo a costa del ciudadano común, que por ello sigue condenado a privaciones y pobreza. Corrupción y pobreza, las dos caras de la moneda de nuestra vergüenza nacional, de una realidad que no es un castigo divino, sino el fruto de la maldad humana, del robo continuado por ladrones de cuello blanco a nuestra democracia, a nuestros conciudadanos y a nuestro futuro como nación digna y respetuosa; en fin, a una economía que debe sustentarse en el trabajo honrado y no en la picardía antisocial, antidemocrática y antiética.