martes julio 16 de 2024

Crónica de un Nobel celebrado

Por Augusto León Restrepo

​A la hora en que usted, presunto y tempranero lector, tiene sus ojos en estas letras, hace cuarenta años, Yamid Amat, a través de los micrófonos de Caracol, informaba que al escritor colombiano Gabriel García Márquez se le había concedido el Premio Nobel de Literatura, una especie de pasaporte a la inmortalidad, al que muchos son llamados, pero pocos los escogidos. Yo, como fiel radio oyente, creo haberlo escuchado. Y debí haber experimentado lo que, hasta el más anónimo de los colombianos sintió, o sea una «gran emoción patriótica», que por lo regular va acompañada de unos deseos irrefrenables de beber aguardiente y entonar el himno nacional.

Ese 21 de octubre de 1982, ha sido la gran efeméride de la cultura colombiana, nunca superada y sin asomos de repetirse. Tal vez quien más cerca ha estado de la distinción ha sido el poeta tolimense Germán Pardo García, fallecido en Méjico en 1991, muy bien biografiado por Gustavo Páez Escobar, novelista y escritor, colaborador de El Espectador y de Eje 21, entre otros medios. A Pardo García le sustraje uno de sus versos para que me sirviera de epígrafe a un poema erótico: «Yo soy tu macho triste, / tu león desmelenado y esquizofrénico, /que anda por un océano de horror».

La noche de esa fecha, fue de celebración. Hacia las cinco de la tarde, como era costumbre, los habituales tertulianos de la Librería Palabras de Manizales, le caímos a sus dueños Germán Velásquez y Doña Sofía Convers, y quien más, quien menos, quería demostrar sus conocimientos sobre la producción del aracateño. Los vinos estimulaban la labia. Hasta ese año la novelesca de García Márquez estaba integrada por La Hojarasca (1955), El coronel no tiene quien le escriba (1961), La Mala Hora (1962), Cien años de Soledad (1967), El otoño del patriarca (1975) y Crónica de una muerte anunciada (1981) y Germán nos había fiado los libros o nos había hecho descuentos apreciables para que los compráramos. Los habíamos leído, releído y comentado hasta la saciedad. Y algunas críticas se atrevieron algunos a formular, lo que avivaba la conversación.

Hacia las nueve de la noche, nos trasladamos al icónico KIEN, el sitio bohemio inolvidable de la época, atendido con devoción por su propietario, El Topo, Alberto Ceballos, que de la gloria goce, oriundo de Sevilla, Valle, quien nos permitía vales y el libre desarrollo de la personalidad, cuando no se tenía la menor idea de qué se trataba tal consagración jurisprudencial de la libertad. Allí, al son de los boleros y de la trova cubana, de uno que otro vallenato y hasta de tangos de Piazzola, brindamos a la salud de Gabriel García Márquez, hasta cuando se confundió la noche con la aurora, como describía el inolvidable Alberto Upegui Acevedo a las amanecidas etílicas.

Y esa noche tal vez, recordé, como lo vuelvo a hacer ahora, que Gabriel García Márquez había estado a punto de atender una invitación de Carlos Ariel Betancur, de José Fernando Corredor y de la junta del festival de teatro para hacerse presente en su desarrollo. Ya había venido Miguel Ángel Asturias, Premio Nobel de 1967. Y García Márquez era la cabeza del denominado Boom de la literatura latinoamericana, porque su saga de los Buendía, Cien años de soledad, era lo más leído en el continente americano y lo catapultaba sin lugar a dudas para obtener la consagratoria presea.

Carlos Ariel, quien ya tenía contactos con figuras internacionales de las letras y el teatro, en una venida a Barranquilla de García Márquez buscó entrevistarse con él para cursarle de manera oficial invitación al festival y lo logró. Viajó con Corredor y les escuché de su propia voz, que después de una noche cordial y de amistad a primera vista, en que el nobel quiso saber toda la historia del Festival y las explicaciones sobre como le habían dado en Manizales, ciudad conservadora y monacal, sede, pábulo, patrocinio y acogida al encuentro más libertario para esa época del pensamiento latinoamericano, les dio un no rotundo.

La razón: la izquierda y sus exponentes culturales, habían trasladado sus diferencias políticas entre comunistas marxistas-leninistas, y maoístas, a los escenarios y foros manizaleños y García Márquez no quería avivar con su presencia sus polémicas y contradicciones. Les prometió a los directivos del festival que, si cesaban las pugnas izquierdosas, vendría.  A todas esas, se acabó el festival y los manizaleños y teatreros del mundo, nos quedamos sin poder tener tete a tete a otro premio Nobel, como sí pudimos lograrlo con la presencia de Miguel Ángel Asturias (Nobel 1967), y después con Pablo Neruda (Premio Nobel 1971) y Mario Vargas Llosa (Premio Nobel 2010). Yo había reservado una noche, para llevar a García Márquez a Kien. Hubiera sido un episodio histórico de realismo mágico. Por culpa de las Juco y del Moir, tuve una de las más grandes frustraciones de mi vida: no haberme podido aguardientar en Kien con el autor de El amor en los tiempos del cólera, a quien con toda seguridad hubiera terminado abrazándolo y diciéndole Gabo, como le decían en la intimidad sus amigotes de la oligarquía bogotana, del grupo de los guerrilleros del Chicó.

Desde entonces, me corroe la envidia por la oportunidad que si tuvieron algunos amigos míos y paisanos, de conocer y tratar al nobel colombiano. Los primeros de la lista, el folclorólogo riosuceño Julián Bueno Rodriguez y el publicista Carlos Alberto Restrepo, quienes, con las Danzas del Ingrumá, acompañaron a García Márquez a Estocolmo, gracias a que la antropóloga y cineasta Gloria Triana, funcionaria de Colcultura , el equivalente al Mincultura en ese entonces, tenía inventariado el conjunto, con sus pasillos boliados y sus danzas y cánticos al Diablo de Riosucio, como uno de los más auténticos de la expresión andina en cuya representación viajaron, según me recordó por estos días el historiador y periodista Álvaro Gartner.

Eduardo García Aguilar, el más internacional, reconocido y leído escritor caldense, con residencia en París, fue contertulio asiduo de García Márquez en Méjico, y con Álvaro Mutis Jaramillo – cuya progenitora era de Salamina- se corrió muchos vinos y tequilas, va en la lista.

Humberto de la Calle Lombana, lo sabemos todos los colombianos, fue una especie de director de orquesta en la Constituyente de 1991, lo que le valió reconocimiento nacional y el inicio de su brillante trayectoria política. César Gaviria, le pidió que a medida que salieran los artículos de nuestra constitución del horno, se los enviara a García Márquez para conocer su criterio y para que sugiriera la redacción definitiva, o que se los leyera por teléfono para conocer su opinión. Fue asidua la comunicación entre ambos. Luego, en su calidad de precandidato del partido liberal, con Ernesto Samper, a la presidencia de la república, hacia 1993, viajó a ciudad de Méjico en campaña y visitó al hijo del telegrafista de Aracataca, quien lo recibió en el jardín de su casa de San Ángel Inn, calle La loma, 19, donde hablaron largo y tendido sobre la situación de Colombia. García Márquez, quedó muy bien impresionado con el caldense, le reunió unos colombianos y mejicanos prominentes, entre ellos Carlos Fuentes y lo presentó como su gallo tapado, como su candidato in péctore. Transcurrieron varios días y ya en Colombia, Humberto recibió una comunicación telefónica de Gabo y le comunicó que, por razones que le explicó, su candidato ya no era él, De la Calle, sino Ernesto Samper Pizano. Este Gabo, en política se las traía. Lo demás, es historia patria.

Luis Guillermo Giraldo Hurtado, el ilustrado político caldense, fue Embajador en Méjico, hace unos veinte años. Y nunca le he leído ni oído sobre su relación con García Márquez. Sin embargo, me atrevo a pensar que se debieron haber conocido y tratado, por sus afinidades intelectuales, que no políticas, supongo. Pero en algún lado encontré una fotografía de ambos, tal vez en la Embajada, en la constitución de la Casa de Colombia en Méjico. Anímese Luis Guillermo y nos cuenta sobre su relación  con García Márquez y sus impresiones del nobel.

El académico y gestor cultural, Carlos Arboleda González, anduvo por las calles de Cartagena en los coches turísticos, en compañía de Mercedes Barcha y su esposo, sus amigos y conjuntos vallenatos. En su opúsculo Recuerdos con Gabo, cuenta que conoció su residencia de  La Loma 19  y que le oyó cantar boleros en  la Central Brasserie, un  lugar  situado en el jailudo barrio Polanco de Méjico D.F. Allí, como sucede con Hemingway por todo el mundo, debe haber una placa que rece «Aquí estuvo Gabriel García Márquez».

Orlando Sierra Hernández, filósofo y poeta, subdirector de La Patria asesinado vilmente cerca del periódico hace unos veinte años, el 30 de enero del 2002, cuentan sus biógrafos, se topó con García Márquez en un orinal de un restaurante de Cartagena. Se tupió-a cualquiera le hubiera pasado- pero una vez se repuso y ya fuera del servicio sanitario, indagó por la mesa donde estaría cenando García Márquez. Un mesero le dijo que estaba en un reservado. Sierra irrumpió, dio las explicaciones del caso por su atrevimiento y antes de encontrar respuesta, le dijo a García Márquez, que no se iba a quedar sin conocerlo y que para que le perdonaran la interrupción expuso ante los comensales que era tanta su admiración por el Maestro, que se sabía Cien años de soledad de memoria. Y enseguida arrancó con el primer capítulo. García Márquez lo paró en la mitad, admirado, le agradeció y le firmó un autógrafo con dedicatoria en una servilleta de tela, que el poeta de Santa Rosa de Cabal mandó enmarcar y cuyo final desconozco. El de la servilleta, obvio.

Gabólogos saldrán a relucir por estas calendas y durante el resto del año. El 10 de diciembre fue la ceremonia de la entrega del premio en Estocolmo. Dentro del rol, habrá que resaltar el nombre del periodista, columnista, escritor y obrero de la palabra, el caldense José Miguel Alzate. Seguro, que, como yo, deplora no haber conocido a García Márquez y al menos estrechado su mano. Pero si fue cercano, a través de la lectura metódica de su obra. Tanto, que produjo un apretado texto, «Para conocer a García Márquez», editado en octubre del 2015, que ha merecido la más amplia difusión y que le ha permitido a José Miguel codearse, con todo merecimiento, con académicos, cultores, parientes y cercanos del nobel y ser invitado presencial a conmemoraciones macondianas en Aracataca y otras regiones del país. No hubiera sido justo olvidar su nombre en esta narrativa.

Yo me declaro gabólatra. Y como que si estuviera aún vivo, me apresto a celebrar, esta noche, como hace cuarenta años, con aguardiente, música y literatura, el reconocimiento universal a la inspiración, a la escritura, a la imaginación de nuestra gloria nacional. Y me sentiré orgulloso de ser colombianito. Releeré uno o dos capítulos del Amor en los tiempos del cólera y lloraré, como siempre, con sus frases sobre el amor y el desamor, las esperas y las llegadas, el tiempo que pasa, la vejez y la muerte. ¡Ah…! Y no me olvidaré de Shakira. En mi desueta casetera dejaré sonar las notas de su bolero inmarcesible «Hay amores…». Y con voz entrecortada musitaré su frase, la de García Márquez, cuando escuchó por primera vez la canción: «Recordar es fácil para aquellos que tienen buena memoria y olvidar es difícil para los que tienen corazón».

Y les recordaré a quienes estén conmigo, un episodio de una película de la nueva ola francesa del siglo anterior, años sesenta, en el que a un periodista estrella que llega a Nueva York un colega lo entrevista. Le pregunta: «¿Cuál es su mayor ambición en la vida?». Y responde: «Mi mayor ambición en la vida, es llegar a ser inmortal…y después morir». Gabriel García Márquez lo logró. Y una de las lágrimas por él, no sabría decirles a que horas, va a ser porque en sus miradas finales, indecisas, melancólicas y lejanas hacia el horizonte, García Márquez dejó vislumbrar que murió sin darse cuenta de su inmortalidad. ¡Que vaina hombre…!

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