La Conflictiva Minería
Juan Manuel Ospina
Colombia desde tiempos prehistóricos ha tenido en su alma la minería y los minerales; basta visitar el Museo del Oro. Para España éramos oro y nada más. Luego vendría el carbón y ya en el siglo pasado, el petróleo y finalmente el gas. Históricamente la minería ha sido la fuente, la base permanente, de nuestra riqueza, especialmente el oro. Riqueza arrebatada a la naturaleza y al hacerlo, la hemos herido gravemente, con impactos ambientales se dice ahora, en territorios dispersos escogidos por el capricho de la naturaleza y no de una racional decisión humana. Territorios donde el Estado con su autoridad y normas ha sido el gran ausente, convertidos en reino de la ilegalidad, la arbitrariedad y de los poderes no estatales («paraestatales»).
En ese rico escenario históricamente privado de una presencia estatal efectiva, se estableció no solo la empresa minera que fue española durante La Colonia, inglesa en el siglo XIX y transnacional en los tiempos presentes, sino también y desde un principio, la miríada de pequeños rebuscadores de ingresos y de subsistencia, movidos por el sueño de enriquecerse, escarbando y lavando arenas en los cauces y orillas de ríos que arrastran el mineral; a la vez suelen ser pequeños agricultores y pescadores, localizados a las orillas de esos cauces, desde la región Pacífica a la Caribe. Un escenario múltiple con su propia dinámica y reglas, donde reina «el sálvese quien pueda» y la supervivencia del más fuerte; son los hechos y no las normas los que definen las reglas del juego. Una minería ilegal, que es informal pero no criminal, por carecer de los títulos que autorizan formalmente la explotación de un recurso que es público.
Las organizaciones criminales vieron el gran negocio que podían controlar, como en efecto sucede hoy, y lo hacen en un criminal maridaje con el narcotráfico, pues muchos de los territorios con riqueza aurífera son igualmente óptimos para los narcocultivos. En ambos, las organizaciones criminales encuentran una población, básicamente de origen campesino, dedicada al rebusque, a la lucha por la supervivencia, convertida en verdadera carne de cañón para narcotraficantes y explotadores de la minería ilegal del oro, en territorios donde el Estado y sus reglas suelen brillar por su ausencia.
La gran minería navega en esas aguas tormentosas, entre la tentación de la ilegalidad y la amenaza del crimen. Los criminales necesitan de los pequeños como mano de obra y proveedores de oro, pero sobretodo como escudos humanos, socialmente valiosos contra la acción estatal; les permiten camuflar su labor criminal. Es lo que hoy viven en el Bajo Cauca y en Nechí, permitiéndoles que atacar su actividad criminal sea presentada como ataque a los pequeños.
El Estado no tiene más alternativa que enfrentar una criminalidad que ahora pretende envolverse en la bandera de la paz total petrista. Y simultáneamente es urgente poner en marcha una política inteligente y realista para formalizar esa pequeña minería, pues no hacerlo le abrió el camino a la tragedia social, ambiental y política que se está viviendo, y no de ahora ni solo en el Bajo Cauca. El Código de Minas expedido en el 2001, sigue sin reglamentación, es decir es letra muerta a pesar de tener en su articulado sobre minería ocasional, legalización minera, proyectos mineros especiales, regímenes asociativos y economía solidaria, pistas e instrumentos para coger el toro por los cachos. El problema avanza deteriorándose y no da espera, mientras tanto los distintos gobiernos, incluido el actual, solo atinan a decir, hay que expedir un nuevo código minero. Como de costumbre, mucha palabrería y alharaca, pero poca decisión y ninguna acción, mientras tanto avanzan el conflicto, la injusticia y la amenaza de más violencia, oscureciendo el horizonte mientras se aplaza la necesaria decisión. La historia pasará cuenta de cobro, de eso estoy seguro.