martes julio 16 de 2024

Para qué la tierra

10 marzo, 2023 Opinión Juan Manuel Ospina

Juan Manuel Ospina

Para qué la tierra, es una pregunta tan vieja como la civilización. Y Colombia se la ha hecho repetidamente. El gobierno Petro no ha sido la excepción, es más la quiere volver una prioridad.

El propósito que se ha fijado con el reparto de la tierra, es que ningún campesino quede excluido del acceso a ella, entendida como el bien común, de la que nadie pueda lucrarse, a costa del derecho de los otros. Es la utopía campesinista, centrada en que la tierra es para trabajarla y vivir en ella y de ella, para ni acumularla ni venderla como una mercancía más. Es un campo romántico e irreal que, a muchos de los campesinos, especialmente los jóvenes, ni les dice ni les promete nada.

La alternativa estatista y socialista, que se dice campesinista parte de que la tierra no tiene propietarios privados, pues es propiedad estatal, explotada como comuna o granja estatal, administrada por el Estado y trabajada por comunidades campesinas organizadas, que así devengan su sustento; los excedentes van a las arcas oficiales. La redistribución y democratización de la tierra y sus frutos no es consecuencia de su forma de propiedad, sino de la acción directa del Estado en el reparto de su producto.

La realidad rural es bien diferente de los supuestos en que se sustenta la solución campesinista.

La salida no es solo repartir tierras. Muchos de los propósitos de su estatización se pueden alcanzar con un régimen tributario que grave más fuertemente la tierra no trabajada, aumente la progresividad de los impuestos sobre los ingresos y desarrolle programas de desarrollo rural integrado.

Lo que diferencia a la tierra de los otros recursos de la naturaleza, es que ni se renueva ni se aumenta, como el agua, el aire, la capa vegetal Este hecho natural hace que su propiedad privada, individual o en forma asociativa, no tiene alternativa. Pretender que sea de todos es un imposible y condenar su propiedad «por inmoral» no es una solución.

Desde Aristóteles, el camino está trazado, pues por su misma naturaleza, su propiedad no puede ser absoluta e implica obligaciones; más que su propietario, se es administrador de un bien colectivo. Lo dice nuestra constitución al establecer la función social de la propiedad, que debe permitir hacer propietarios de manera que sus vidas sean dignificadas.

El presidente de Fedegán, lo dice claramente, un título de propiedad, per se, no saca a nadie de la pobreza. Los 3 millones de hectáreas del Presidente es bandera como de campaña, sin aterrizar en la realidad. Absurdo e irreal comprarlas todas a la vez, aunque se consiguieran, pues no hay ni la plata ni la capacidad de manejar ordenadamente unas operaciones que pueden tornarse caóticas, y por desarrolladas que estuvieran esas tierras, la operación no es simplemente comprarla e inmediatamente ocuparla con familias campesinas. Lo lógico, lo realista es hacerlo gradualmente y en regiones definidas que permita conocer cuánta tierra se necesita, cómo se consigue y cómo se integra al respectivo plan de desarrollo y de inversiones de la región en cuestión.

Del afán y la improvisación no sale nada bueno. Se malgasta una plata escasa y se frustra a un campesino que creyó que si se podía. En el afán por acabar con el latifundio, puede suceder lo que dice la sabiduría caribeña, que, por hacer bonito, el gobierno acabe haciendo feo.

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