La paz total, simplemente una bella aspiración
Juan Manuel Ospina
La paz total debe incluir diálogos con el narcotráfico, con la minería ilegal y con la corrupción, propone Luís José Rueda, obispo primado de la iglesia colombiana, su actual cabeza y principal vocero. Se lo dijo a Yamid Amat. Dio un mensaje esperanzador pero realista que podría ayudarle al Presidente a aterrizar su propuesta que es una aspiración que todos compartimos y convertirla en un propósito realizable, más que el simple deseo y un discurso movilizador.
Monseñor empieza por recordar que la violencia ya no es por causas políticas sino por intereses económicos, principalmente el negocio maldito del narcotráfico. Lo dice claramente y lo cito: «La paz en Colombia no será posible mientras no se logre una solución al problema del narcotráfico». Y completa algo que no le gusta a Washington que pretende reducir el problema a la producción de la droga, independientemente de su consumo; negar esa realidad de a puño es un ejemplo claro y mortal de hipocresía internacional que termina justificando combatir al campesino, generalmente un colono que siembra la coca para subsistir; es lo de siempre, caerle al débil y dejar libre al poderoso., que en este caso son los narcotraficantes. Monseñor es contundente, debe ser eliminada esa doble moral. Más claro no canta un gallo.
La pregunta salta a la vista: ¿si están dadas las condiciones para hacer realidad la paz total? En esto no podemos ser ni fatalistas ni ingenuos; se trata de un objetivo crucial ante el cual el país no puede declararse derrotado de antemano; toca esperar contra toda esperanza; monseñor nos diría, con fe y sin desfallecer.
La consolidación de la añorada paz total que sería el fruto de un proceso ordenado, depende de que se enfrenten coordinadamente cuatro tareas o desafíos: el narcotráfico, la minería ilegal y criminal, el cáncer social de la corrupción y en cuarto lugar, el abandono sufrido secularmente por regiones y comunidades que sobreviven por fuera del radar del Estado, cautivas de las para-estatalidades criminales que pelechan en ese vacío de institucionalidad, sin autoridad y políticas públicas legales.
Y reitera otro punto clave. La necesidad de diferenciar el trato y los objetivos que se tengan con un ELN que conserva su condición de insurgente político con quien puede y debe adelantarse una negociación política a partir de la experiencia de La Habana con las FARC, y del otro lado, el trato con grupos simplemente criminales centrada en que depongan las armas, cesen toda violencia, dejen el negocio, entreguen las rutas de la droga y se reincorporen a la vida normal; si esta tarea no se asume, la política nace muerta.
La dimensión religiosa del planteamiento de monseñor Rueda adquiere importancia porque además vislumbrarse en el proyecto Petrista: será imposible lograr «la paz total» sino se le asume con una visión, con una sensibilidad ética y moral. En esta lógica la paz no se reduce a la firma de un pacto, pues es ante todo una actitud de los seres humanos que puede abrirle la puerta a una nueva sociedad y cultura, basada en una ética del bien común y de la solidaridad.
Este punto crítico del análisis trae a mi memoria el planteamiento ético del filósofo Jurgen Habermas, de que lo transformador, lo que abre verdaderamente el camino a los cambios en la sociedad y sus conflictos, en las relaciones entre las personas, es perdonar lo imperdonable. Abrir puertas y discusiones no para condenar sino para comprender y hacerlo desde lo concreto de las existencias, de las regiones; ni condenar ni justificar, comprender.