miércoles diciembre 18 de 2024

Monarquía y posmodernidad

Juan Manuel Ospina

Viendo por TV la coronación de Carlos III no estaba claro si se asistía a un evento contemporáneo o si estaban pasando una película de la época de Shakespeare. Desfilaba la monarquía y su pompa, con sus rituales, vestimentas y carruajes como de fábula de blanca nieves y guardias con uniformes militares, verdaderos disfraces por lo pintoresco de sus diseños y colores, lo opuesto del camuflaje moderno, más para un desfile que para el campo de batalla; para rematar, esa unión destacada, publicitada y central en la ceremonia, entre «el altar y el trono». El conjunto más que darle al evento un aire decadente parecía una escena de museo, sobreviviente de su tiempo. A pesar de su arcaísmo, de su anacronismo, de ser de otro tiempo, de otro mundo, el hecho es que masivamente tocó unas fibras profundas del ser humano. ¿De qué se trata? ¿curiosidad? ¿la atracción de un despliegue «hollywoodense» del poder? Lo cierto es que 20 millones de personas en el mundo la siguieron por televisión.

Y esto sucede en una Inglaterra y en un mundo sumidos en la pos modernidad, desgarrados por la inmediatez de un presente omnipotente que anula la permanencia del pasado y la expectativa del futuro. Impera esa «inmediatez cronológica», ese presente total que encierra, que aísla del contexto que surge del proceso temporal en que se da y con él, a nuestro ámbito individual, privado; desaparecen los espacios de vida, de vinculaciones y relaciones que se retroalimentan con su diversidad; los referentes de vida y las perspectivas quedan reducidos a espacios limitados, «identitarios», definidos por identidades específicas que son limitadas y limitantes, por orientación sexual y de género, étnica, geográfica y hasta por gustos (ambientalistas…), empobreciendo el ámbito de la realización personal, al reducirla a una especie de «individualidad ampliada». Se niega un elemento fundamental de la vida, no solo de la humana, como es su reclamo de la diversidad; vida y homogeneidad no riman.

Y viendo la coronación y la parafernalia acompañante sentí como si de la noche del mundo premoderno, aún feudal, surgiera un elemento que le falta al de hoy: el aglutinante, el factor o persona que por encima de las diferencias encarna una unidad (la nación y la historia, la cultura que nos identifica) que nos permite entender el pasado, vislumbrar el futuro y generar unas condiciones, un espíritu que une por encima del tiempo y de las diferencias naturales entre las personas. Aquello que representa tradición, pasado, identidad cultural, realidades que están ahí, aunque se nieguen en los discursos, y que tocan fibras de fondo que mueven a los seres humanos.

Unas costumbres venidas del pasado, dan la pista de lo que le falta, de lo perdido en los cambios que se han vivido en el último siglo; entendí que una institución tan obsoleta, tan lejana al mundo de hoy como es la monarquía, juega aún un papel. Es el encuentro de la premodernidad con la modernidad. Y a pesar de mi profundo republicanismo, entendí el papel del rey frente a su sociedad: representar la unidad de la nación y su amarre con el pasado, con su historia y con su futuro. En una Inglaterra rota y polarizada, en crisis, resulta una figura que despierta un sentido de cohesión. Su única tarea es existir, representar. El mundo hoy reclama cómo lograr eso, lo que más nos falta: Un tótem que una y que exprese el alma de la sociedad. Una búsqueda inaplazable.

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