No más cuentos, acuerdo nacional
Juan Manuel Ospina
Por una vez, el gobierno y el país de los ciudadanos reflexivos, porque no todos lo son, parecen coincidir en un propósito: lograr un acuerdo nacional para abrirle el camino y el espacio a unos cambios que unos y otros consideran necesarios y posibles. Sobre la mesa hay dos hechos contundentes que podrían empujar un proceso en esa dirección. De una parte, en las elecciones de hace un año, si algo quedó claro era que los colombianos querían un cambio, no muy preciso en su definición, pero sí en su sentido: uno que abriera nuevas posibilidades, nuevos horizontes de empleo y de vida, que corrigiera dos cánceres sociales que afectan y amenazan la vida individual y familiar: la corrupción y la inseguridad. Petro tuvo un discurso en ese sentido; el país votando por el cambio, votó por él.
El otro hecho contundente, es que al gobierno rápidamente se le acabó el espacio político para imponer su versión de los cambios, al desnudarse la principal característica y debilidad de su estilo de gobernar, de ejercer el poder: mucho discurso, mucha confrontación y poco más. Nos ha demostrado hasta la saciedad, que tener buenas ideas y elocuencia no basta, pues la tarea de gobernar es hacer realidad, es materializar esas propuestas, esos propósitos; como se dice, pasar del dicho al hecho. Petro permite además entender que un gran congresista de oposición, difícilmente se transforma en gran estadista; son dos personalidades, dos capacidades, dos estilos casi que diametralmente opuestos.
Pues bien, su gobierno comenzó con una coalición pegada con babas; ya desde su inicio era frecuente escuchar el comentario de que por ello tenía solo un año para empujar sus reformas en el Congreso. El pronóstico resultó cierto y arranca su segundo año sin gobernabilidad, con sus proyectos de reformas reducidos a ideas en el aire, sin la verdad que les da ser leyes. Hoy el gobierno no tiene la capacidad política, la gobernabilidad, para sacar adelante sus proyectos; el camino se le cerró, en buena medida por arbitrariedades y soberbia del Presidente; por no gobernar, que más que imponer, es convocar y acordar.
Ante este impasse, hay dos caminos, dos decisiones presidenciales posibles. El uno sería un Petro radicalizado, poseído por el alma del líder carismático que cual mártir de la democracia y de la justicia social, se inmola para, de la mano del pueblo, confrontar ética y políticamente la ceguera, el egoísmo y la falta de patriotismo de una plutocracia egoísta y torpe que habría impedido la transformación propuesta por el líder mesiánico y por la cual votaron ciudadanos esperanzados, que reclaman el cambio prometido. En consecuencia, el Presidente directamente llamaría a la movilización de la protesta popular a hombros de la primera línea y las guardias ciudadanas, en movilizaciones y discursos en plazas públicas… El resultado, mucho ruido e incertidumbre, exacerbación de los miedos y de los odios de clase y de sed de venganza. La sociedad enfrentaría una situación de la cual no pueden esperarse resultados que respondan al justo reclamo ciudadano.
El otro camino, sería alcanzar un acuerdo nacional. El Presidente en cuatro ocasiones lo ha planteado de manera vaga, inclusive en su discurso del 7 de Agosto. Desde sectores políticos, empresariales, ciudadanos y académicos, se han escuchado planteamientos semejantes. Sería un acuerdo para establecer las condiciones de una gobernabilidad democrática que permita un cambio de fondo y progresivo, no instantáneo, fruto de un proceso amplio que aborde los puntos y características de las reformas que los colombianos reclaman y que se ejecutarían en el marco y el espíritu de un acuerdo nacional ciudadano, apoyado políticamente. El Congreso lo traduciría en leyes.
Se partiría de reconocer que los ciudadanos en su inmensa mayoría son conscientes de la necesidad de realizar unas reformas, no de simplemente barrer con lo construido; el listado de los proyectos de Petro podría ser la base temática del acuerdo nacional y ciudadano a discutir. Se descarta de entrada la pretensión presidencial, antidemocrática y hoy políticamente imposible, que esos proyectos simplemente fueran impuestos, basado en que el país votó el cambio. Seamos optimistas, que ante el apoyo ciudadano por los cambios, que no es para refundar la república, el Congreso comprenda que no le corresponde sustituir sino interpretar la voz y el querer ciudadano, fuente y razón de ser de su poder, algo fundamental que por su parte olvida y atropella tanto el mesianismo del poder presidencial como el clientelismo y la corrupción que se pasea por los corredores del Congreso. Puedo ser ingenuo, pero creo que esta puede ser la gran oportunidad para transformarnos y crecer en democracia. Veremos.