Migrantes, la cara inhumana de la globalización.
Juan Manuel Ospina
La enorme desigualdad y exclusión existente en el mundo, fundamento de la pobreza e injusticia reinante, se origina en mercados globalizados que desbordan sus ámbitos nacionales originales, como consecuencia de la búsqueda de los inversionistas de los países centrales, no solo los privados, por localizar sus capitales allí donde sean más rentables y enfrenten las menores trabas posibles, los menores costos y un más fácil acceso a los recursos o factores productivos – trabajo, materias primas y energía-, abundantes en la periferia de la economía mundial.
Capturados los mercados nacionales por la globalización, las economías periféricas sufren sus efectos en términos de desempleo y el aumento de la marginalidad («el rebusque»). Este contraste entre la opulencia de unos pocos países y la miseria o ínfimo desarrollo de los más, unido a las guerras y violencia que esa situación alimenta, impulsa de manera creciente la migración de los pobres hacia donde la riqueza se acumula exponencialmente. Los desplazados por la pobreza en el África negra y los países árabes, se arriesgan a la travesía azarosa del Mediterráneo para llegar a una Europa que fue potencia colonial en ese continente y donde hoy se concentran riqueza, empleo e inversiones; un mundo que es visto desde la otra orilla, como el de una plenitud que no está al alcance de los millones necesitados y excluidos. Del lado americano, ya no es el océano sino un río el que separa la opulencia norteamericana de una pobreza que se extiende hacia el sur por el continente, con su añadido caribeño. El paso del Tapón del Darién, los marchantes por Centro América, el amontonamiento humano en la frontera mejicana son los escenarios dramáticos donde se hace visible esta búsqueda por salir de la pobreza, de amenazas a la vida y de exclusión.
En este mundo globalizado reina la libre circulación de todo salvo de las personas y su capacidad de trabajar, de ganarse dignamente la vida y de aportar como productores y consumidores a esa economía sin límites, de la cual está excluida. Las mueve la fuerza de la necesidad, de subsistir, de soñar en un futuro mejor o al menos diferente al que les ofrece su triste y cerrado presente. En sus países desapareció la posibilidad de tener ese sueño, son países donde los sueños murieron.
Mientras subsista y se profundice la brecha entre el desarrollo y la opulencia de los unos y la pobreza y carencia de tantos, no habrá muros ni represión que contengan los flujos migratorios de los excluidos. Este drama solo lo transformará el desarrollo de los países expulsores, que no puede reducirse a simples acciones humanitarias paliativas; un desarrollo que les permita construir su futuro en sus países, entre los suyos y con los suyos. Ya es hora de que los ideales que después de la Segunda Guerra, dieron origen al sistema de Naciones Unidas y el Banco Mundial para impulsar y acompañar el desarrollo económico de las excolonias y de América Latina y el Caribe, y evitar que en plena «guerra fría» fueran atraídas a la órbita soviética.
Hoy es urgente regresar a propósitos de entonces, que conservan su validez pero ya no en el contexto de una confrontación superada por la Historia, sino en la actual, entre el mundo de la prosperidad, la riqueza y las posibilidades, y el de los millones excluidos, pobres cuando no dramáticamente hambrientos, despojados de sus posibilidades de futuro, abandonados a su suerte, con la única esperanza de recibir las migajas que caen de la mesa del rico Epulón, de acuerdo con el relato evangélico. La tarea impostergable en este mundo resquebrajado y vulnerable es nivelar la cancha para garantizar un equilibrio básico en la generación y distribución de una riqueza sin la cual ni la vida social ni la natural tienen asegurado su futuro. Es cuestión de equidad y de justicia, pero también de simple supervivencia. El tiempo se agota.