Lección de fútbol
Por: Rodrigo Zalabata Vega
El pasado fin de semana, desde Inglaterra, se nos dio una gran lección futbolística para Colombia. Se trató del partido Liverpool vs Everton, en otro capítulo de la Premier League, la gran enciclopedia británica del mundo del fútbol.
La cuestión se relaciona entre dos jugadas recientes en distintos partidos, similares en sus efectos y llevadas a cabo por el mismo protagonista, Luis Díaz, el indígena colombiano rey en Inglaterra, que, más allá de su similitud, nos muestran dos maneras de ver el fútbol diferente. Y quizás la realidad misma, a decir verdad.
La primera jugada ocurrió en el partido Ecuador vs Colombia, en la última fecha FIFA de la fase eliminatoria hacia el Mundial 2026, en la que Luis Díaz, después de desembrollar un balón entre varios rivales generó un penalti a favor que tendría que haber dado a Colombia un triunfo épico en la altura de Quito, y erigirlo en héroe de la jornada; pero él mismo al cobro lo erró, lo que al final de cuentas lo convirtió en el villano de la “resiente” historia.
Lo lamentable de no haber convertido el penalti que él ocasionó no fue el hecho mismo de haberlo errado y por ello no haberse ganado el partido, si por el yerro de un penalti se han perdido hasta Mundiales, sino las circunstancias inmiscuidas en el campo de juego en el que unos nobles futbolistas definían la suerte de un país predispuesto con las botas puestas a entrar al campo de guerra.
De ocurrir algún penalti en el partido, estaba previsto por la dirección técnica una secuencia de cobradores, entre los que apenas se asomaba Luis Díaz, quien además no haber ejercido ese oficio en su lucida carrera la prensa colombiana le echaba a cuesta el peso de la responsabilidad de no haber jugado su mejor juego con Colombia, a diferencia en el Liverpool, y de haber fallado goles para nuestro país que marca con arte por toda Europa.
La orden técnica dada se refundió en un cónclave de los jugadores en cancha, quienes determinaron que era la oportunidad para que Luis Díaz hiciera el gol que no había hecho y reestableciera su imagen de ídolo maltrecho por los comentarios barriales. Sus buenos compañeros se hicieron a un lado, uno a uno, para que Lucho hiciera el gol con qué ganar el partido, pero lo falló.
Es imposible adivinar qué pensaba la cabeza de Lucho, pero, como suele suceder en los momentos finales, le debió pasar, consciente o inconsciente, la película de la historia del fútbol colombiano, en la que se cuentan los crímenes de un árbitro a manos del narcotráfico y de un jugador por causa de un autogol involuntario que afectó unas apuestas de los mismos rufianes que juegan el juego a muerte. Sin olvidar los muchos aficionados que han muerto a manos de los otros fanáticos que los odian sin razón en equipo.
Lucho no debe ignorar lo que se juega cuando se juega con Colombia, cuya conclusión lapidaria es que con Colombia no se juega. En donde entre más ídolo se crea más responsabilidad se asume con sus fanáticos con derecho.
Quienes así lo critican suelen olvidar quién es Lucho, dónde nació y que pueda considerarse un sobreviviente de la etnia indígena Wayúu que habita La Guajira peninsular, que ve morir sus niños de hambre y sed en cien años de soledad del desierto en que la sume el gobierno sempiterno engastado en el trono del poder, de una clase política cuyo partido ha jugado con las expectativas de triunfo de sus gentes en los estadios de la historia de Colombia.
Ya hecho ídolo, Lucho debe saber que jugar con Colombia no se trata de meter un penalti ni ganar un partido, sino prestarse para meterle un gol a la realidad con el éxtasis que grita su gente cuando les inyectan la emoción que les haga alucinar un estadio feliz en el que se solucionan los grandes problemas de su ilusión colectiva.
Esa es la cuestión, el futbolista en Colombia le toca conjurar con un gol en favor de su pueblo los adversarios de su mismo destino; el hambre, la ignorancia y la desesperanza. Por eso un penalti puede resultarle a quien lo cobra la pena máxima de un disparo contra sí mismo.
Un partido en Liga de Colombia es el espejo fiel de nuestra realidad. El estadio bien puede significar el Congreso, en el que unos supuestos representantes del pueblo debaten con más golpes que ideas. El esfuerzo que aparentan hacer se diluye en la pérdida de tiempo sobre lo que fueron elegidos titulares de prensa. Los heridos que dejan morir en la puerta de los hospitales los representan en el campo de juego al mínimo golpe por la desidia de trabajar, pero resucitan como si no hubieran hecho nada. Cuando un futbolista colombiano llega a otra Liga del mundo, lo primero que le enseñan es que tiene que correr. Nuestro fútbol es de los más flojos en dinámica. En eso los dirigentes políticos les enseñan clase a los jugadores.
La segunda jugada de Lucho fue un tanto diferente. Ocurrió como parte del juego Liverpool vs Everton el fin semana pasado, en el que, después de desplegarse en un magistral juego, causó el penalti que, de convertirse, abriría las puertas del triunfo a su equipo. Su gran entrenador no había sido ajeno a la tragedia que le crearon a Lucho por malograr su misma jugada con Colombia. Por lo que, a su llegada, se esmeró en recibir a su mejor guerrero, a fin de reestablecerle su condición de líder.
Jürgen Klopp no debe desconocer por qué y para qué fue creado el fútbol en Inglaterra. En perspectiva histórica no es de ahora lo sucedido, ellos inventaron cómo jugamos el deporte moderno que se tomó la Tierra en una Copa, y quizás por ello en momentos de confusión podrían saber mejor en qué consiste el juego.
Entonces tendríamos que preguntarnos la razón con la que concibieron el fútbol quienes lo crearon, para saber por qué la misma cabeza de Lucho piensa diferente el mismo juego aquí y allá, y por qué aquí pierde y allá gana con la misma jugada.
El fútbol, como lo conocemos, nace a mediados del siglo XIX, en cuna de oro, en las denominadas public school, las escuelas de formación de los jóvenes burgueses de las altas clases, cuyo ideal académico era fortalecer su carácter en la competencia y despertar su imaginación en la lúdica del juego. Para con esos valores fortalecer el sentido común de jugar en equipo para todos los efectos colectivos de los esfuerzos de su nación.
No los convocaban a salvar a nadie ni para arreglar los problemas que dejaran sus gobiernos, solo que al brindar su mejor versión de sí no se guardaran nada en el bolsillo, pero les enseñaban con el ejemplo.
Una vez causó el penalti después de una magistral jugada, Lucho, como buen colombiano, casi seguro volvió la mirada a su maestro Klopp, a la espera que le devolviera la confianza que había perdido en Colombia.
La respuesta del brillante entrenador fue también una magistral lección de fútbol, ordenó patear el penalti a quien tenía dispuesto para cobrar: ganaron el partido.
Columnista invitado por el HOME NOTICIAS