Un Emperador en Roma
María Angélica Aparicio P.
La vida de los emperadores romanos fue resultado de una tupida telaraña que se tejió en medio de intrigas, infidelidades y ambiciones humanas. Mientras se mantuvo a Roma como la ciudad más poderosa del imperio romano, hombres como Nerón, Julio César, Augusto, Trajano, Marco Aurelio, Vespasiano, llevaron el bastón de mando de este inmenso territorio.
Cayo Julio César Augusto Germánico (Calígula) entró a gobernar en el año treinta y siete después de Cristo. Muchos pobladores, aburridos con la violencia de los Césares, pusieron sus esperanzas en este hombre que, desde muy pequeño, acompañaba a su padre –Germánico– a las guerras de conquista. El temple de Germánico, como soldado, lo convertiría en el más grande militar del momento, mientras, a su tercer hijo, se le reconocería con el nombre de Calígula por aquellas cáligas (sandalias de cuero) que usaba en los campos de batalla cuando se desplazaba, a su corta edad, junto a su padre.
En los primeros meses de su reinado, Calígula se echó al ejército en los bolsillos de las túnicas que usaba. En vez de presionar a los soldados, les concedió recompensas. Con dos jalones dados, borró las condenas de los traidores, perdonando sus deplorables actitudes. Invitó a los exiliados a regresar a su imperio en tiempo récord. Quería construir un futuro en este vasto territorio. Y pisó fuerte. Pronto ganó respaldo. Parecía el líder que necesitaban los romanos en medio de la pesadumbre que habían sembrado sus antecesores.
En materia de infraestructura, se hablaba entonces de los milagros de la ingeniería romana. Era importante demostrar que el emperador de turno tenía “las pintas” y “el alma” de un constructor. Por eso, Calígula aceptó construir el acueducto número ocho, que se sumaría a los que ya tenía la fabulosa ciudad de Roma. “Agua Claudia”, –el nuevo acueducto– sería el ejemplo de una obra que permitiría proporcionar agua para distribuirla en las viviendas, en los jardines ornamentales, en las fincas agrícolas de la época.
Con el acueducto en marcha –que se terminaría años después–Calígula se decidió por otro proyecto: los caminos romanos. Aumentar su número por todo el imperio, le traería el enganche con las poblaciones que no tenían senderos trazados y que integraban el imperio. No podía perder tiempo en las liviandades. Dichos caminos, conocidos como calzadas, permitirían mejorar las conexiones, transportar mercancías, hacer más fáciles los viajes, extender la influencia romana más allá de las puertas de acceso al jugoso imperio que gobernaba. Con estas ideas, amplió la red de calzadas.
Su historia de constructor dio paso al arte. Calígula vivía seducido por esta envidiable disciplina que, en Roma, tenía la excesiva influencia de los etruscos y griegos. Se enfocó en los escenarios, así que mantuvo el circo y el teatro como centros fundamentales para la diversión. Hizo terminar el teatro de Pompeyo –levantado por César Pompeyo– con el fin de que Roma tuviera otro sitio para la presentación de espectáculos públicos.
El pueblo presenció un sinnúmero de comedias y tragedias en este teatro, edificado con toneladas de piedras. Aquello que comenzó como una balanza inclinada en favor de sus habitantes, se convirtió en la pasión enfermiza de Calígula: el emperador quería actuar como cualquier actor. Y no se detuvo. Interpretó pantomimas, unas improvisadas, otras preparadas al detalle, ganándose, con su estúpido actuar, la lealtad del pueblo.
Tanto frenesí por la actuación, desarrolló en Calígula un delirio que se salió –imaginariamente– de los marcos de cualquier pintura. Comenzó a tornarse violento. Cuando no actuaba con altura, o cuando el público aplaudía a personajes que, a él, simplemente, no le gustaban, montaba en cólera delante de todos. En vez de gobernar con la cabeza aterrizada y una mente sensata, se tornó un iracundo comediante que infundía pánico entre los espectadores.
Nació entonces su malsana obsesión por los gladiadores. Por mandato suyo, creó escuelas para formar a estos luchadores que debían enfrentarse con leones, tigres, elefantes, toros o rinocerontes. Aumentó el combate semanal con asistencia de un mayor número de pobladores. Una tarde, el caprichoso Calígula abandonó su palco de honor, entró al ruedo del circo con su rostro pálido y sus piernas delgadas como ramas de arbusto, y luchó con la fiera como un insensato gladiador de Roma.
Desde entonces proyectó un carácter irracional. Se encaprichó con el lujo, las embarcaciones navieras desproporcionadas, los juegos de azar, el baile, las carreras de carros y caballos, el canto. Sembró el asesinato como si fuera un circo recién abierto. Ricos, opositores y filósofos perdieron la vida por orden suya. Los senadores del Congreso, sofocados, optaron por despabilarse. Acabaron con el emperador Calígula cuando tuvieron una ocasión oportuna.