domingo enero 26 de 2025

No es la izquierda

18 enero, 2025 Opinión Juan Manuel Ospina

Juan Manuel Ospina

Mirando el escenario político latinoamericano de los últimos años, no es difícil, para el que quiera ver la realidad de una manera objetiva, entender que la llamada izquierda, con la única salvedad de Boric en Chile, se ha venido desnaturalizando, al aflorarle un talante y unas prácticas de poder, autoritarias cuando no francamente totalitarias. No es sino mirar a Nicaragua o a Venezuela; lo de Cuba es otro capítulo y lo de México tiene sus raíces propias e históricas. Pero estos cambios también se dan al otro lado del espectro, entre proyectos de derecha; pensemos en El Salvador y en Ecuador. Ambas descripciones, de derechas e izquierdas, son vagas e imprecisas y mueven más emocionalidades que ideas, presas de una terminología cada vez más vacía de contenido. Lejos estamos del escenario de los años de la guerra fría y aún más del de los treinta y la Segunda Guerra Mundial, cuando tenían un sentido, un significado preciso. Son víctimas de la caída del Muro de Berlín y de la consolidación de la globalización de las otrora economías nacionales, bajo la égida del capital financiero, que no conoce fronteras y que hoy, en el reinado neoliberalismo, todo lo iguala y pone a su servicio.

Como consecuencia, se ha vivido, se vive aún, un proceso mundial, muy fuerte en nuestro continente, de un reordenamiento político acorde con los requerimientos neoliberales, nacidos de la realidad de mercados integrados y Estado mínimo, convertidos en las coordenadas del devenir de las sociedades. Como consecuencia, la democracia y el Estado, que ya venían debilitados, perdieron escenarios y protagonismo. Ya las nuevas reglas de la sociedad nacen de las chequeras de los poderosos y no de los debates y decisiones de las organizaciones políticas y de los congresos. Es el poder económico, al desnudo, de individuos que determinan el camino y fijan las prioridades, sin fronteras o límites, donde Musk y Slim, son los arquetipos.

El autoritarismo, que no tiene signo ideológico, es una práctica política que, en el límite, lleva a la entronización de una nueva clase o camarilla antidemocrática y monopolizadora del poder, con un discurso mesiánico, truculento y maniqueo, según el cual ellos son los buenos, los amigos del pueblo; los otros son los malos, los que explotan y abusan de ese pueblo. Llegan al poder, generalmente por la vía electoral, montados en ese discurso de reivindicación democrática; ya instalados, ese poder les excita la ambición de ser ellos, autoritariamente, mesiánicamente, los transformadores de una realidad social “maloliente”. Empiezan entonces a concentrar poder y a ponerlo al servicio, no del pueblo que los eligió, sino de su propio interés y del de los suyos. Se entronizan en el poder, generalmente con reelecciones amañadas, a la par que se esfuman los restos de democracia, mientras aumenta la represión necesaria para mantenerse, ante unos electores crecientemente frustrados, defraudados. A mayor desencanto ciudadano, mayor arbitrariedad del gobernante; sube el volumen de la represión, hasta que la caldera social estalla. El punto de quiebre comúnmente se origina en una fractura del apoyo de las fuerzas armadas, cuando, en su interior, sectores democráticos consideran que el cambio político es necesario o al menos, inevitable. Venezuela es hoy un ejemplo límite de esta situación y su evolución es de pronóstico reservado, no porque no vaya a ocurrir el cambio, que ocurrirá, sino cuándo será.

La gran tarea pendiente, es repensar la democracia en y para un mundo profundamente cambiado, pues se congeló, convertida en sobreviviente del mundo de ayer. Democracia sí, pero no así.

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