Fidelidades torcidas
Andrés Hoyos
Se debería considerar, si no rara, sí desaconsejable la tendencia de muchas personas a ser fieles a las ilusiones, ideas u obsesiones que tenían al final de adolescencia y comienzos de la edad adulta. En esos años, el ardor y el entusiasmo son intensos, en contraste con el conocimiento y la experiencia posteriores, sin los cuales no hay sabiduría posible. La vida le va mostrando a uno las contradicciones de sus idearios, con frecuencia a las malas. Sin embargo, abunda la gente que a los 60, 70 o más años todavía sostiene las ideas que defendía a los 20, a pesar de la caída de los Muros de Berlín, de la demostración de crímenes de Fidel Castro, de las consecuencias nefastas del uribismo radical, de los catastróficos consejos de ministros televisados y demás cataclismos que les hayan caído encima. Una ley un poco exótica es que la mayoría de la gente nunca cambia, a pesar de las drásticas alteraciones del mundo. Me temo que esto habla mal de la inteligencia de las muchedumbres.
Por mi parte, yo ya no soy fiel a lo que pensaba en mis tiempos de universidad, al menos no en política; tampoco, a veces, en las artes. Di un viraje. No fue uno como el que en su momento dio Mario Vargas Llosa, para mencionarlo apenas a él, quien al voltearse del todo, lo único que hizo fue cambiar de extremismo, o sea, pensar igual pero desde la orilla opuesta. Muy conocidos, por lo demás, son los abundantes casos de antiguos guerrilleros que se volvieron paramilitares. Alguno habrá que haya hecho la migración contraria, así sea un poco menos común. Otro caso que necesito mencionar es el de Francisco, quien al convertirse en papa no dejó de ser un peronista radical, o sea, un mamerto. De ahí, por ejemplo, que defienda de manera casi abierta la causa de Rusia contra Ucrania. Ya me dirán mis amigos católicos qué piensan a estas alturas de la tan cacareada infalibilidad papal.
Ahora bien, el caso de Francisco ratifica que una cosa son las fidelidades torcidas cuando alguien está en la oposición y otra cuando llega al poder. Los jacobinos originales de seguro eran unos tribunos interesantes, elocuentes e inquietantes, pero ya en el poder dieron en decapitar multitudes con su benemérita guillotina. Y los leninistas, mientras don Vladirmir Ilich Ulanov estaba exiliado en Suiza, probablemente hacían mucho ruido cuando iban a los restaurantes, hasta que con el paso de los años vinieron los genocidios perpetrados por un segundón de Lenin, don José Stalin. Y por allá en 1930 a lo mejor alguien podría considerar “polémicas” las ideas de los futuros nazis, quienes terminaron por llenar a Alemania de cámaras de gas y mataron a más de seis millones de judíos. La intransigencia y el poder son pésimos amigos.
Como sucede con riesgos semejantes, el único antídoto contra la potencial radicalización criminal de esta gente es el ejercicio de la democracia y la separación de poderes, es decir, que al recibir cualquier cantidad de poder, los amigos de lo tajante no cuenten con versiones de la guillotina. Claro que inerme en política no suele estar nadie, aunque no deben existir armas que les permitan acabar con la vida de los que piensan –¿pensamos?– distinto.
Los efectos perniciosos de las señaladas inercias ideológicas se ven por todas partes. De ahí la utilidad que tiene mantener abierta y caliente la polémica. Discutir con los extremistas de distinto cuño está muy lejos de ser una labor inocua, hagan mala cara o no la hagan.