martes julio 16 de 2024

Laureano y la soledad

Por Augusto León Restrepo

Manizales, 16 de julio_ RAM_ Corría el año de 1965 y recién egresados de la Facultad de Derecho de la Universidad de Caldas, varios amigos con quienes compartimos aulas, bibliotecas, poética, política y música, prolongamos las tertulias universitarias casi que todas las tardes después de las cinco en una fuente de soda situada en la carrera 23 entre calles 26 y 27 llamada Dominó. Nos convocaba nuestra incipiente vocación por la vida pública y por la ideología del Partido Conservador, aun cuando la hegemonía en la mesa se rompía con frecuencia con la presencia de sesudos muchachos liberales, que aportaban raciocinios y utopías, enriquecedores en las variopintas discusiones.

Yo diría que, desde los años del bachillerato, varios de los contertulios cerveceros, sino todos, comenzamos a integrarnos a la política partidista. Es que durante la época en que transcurrieron nuestros estudios de educación superior entre 1947 y 1960, se dieron dos acontecimientos en que de una manera u otra nos sentimos involucrados, como fue el golpe de estado del General Gustavo Rojas Pinilla el 13 de junio de l.953 contra el presidente Laureano Gómez Castro, que rompió la trayectoria civilista de la república en lo que transcurría del S. XX y el posterior derrocamiento de Rojas Pinilla -así denominan los historiadores su «caída- el 10 de mayo de 1957 y su remplazo por cinco militares en Junta, lo que dio origen al Frente Nacional y a la reinstauración del poder a manos de los civiles. De aquí nació a nivel municipal, regional, «la generación del Dominó» o la «generación del Frente Nacional», a la que pertenecemos quienes fuimos actores de lo que en seguida les cuento.

En el Partido Conservador a partir de entonces hubo cuatro alas, que provocaron crisis de unidad permanentes y que, como la política ha sido dinámica desde siempre, a veces se combinaban unas con otras, en extraños salpicones. Me refiero a las vertientes ospinistas, alzatistas, laureanistas, rojaspinillistas, que de acuerdo con las espectativas electorales, cruzaban entre sí sus militantes. Hubo lauro alzatismo, alzatismo rojismo , ospino alzatismo, ospino laureanismo , etc, etc. En la universidad conformamos comandos juveniles. Y todos teníamos marcaciones indelebles, dependiendo de los jefes que inspiraban nuestros pensamientos.

Para no irme por las ramas, como ha sido mi costumbre, voy a ser escueto hasta donde me sea posible. El 13 de julio de 1.965, martes, murió en Bogotá el ex presidente Laureano Gómez. Ayer 14 se cumplieron 55 años de sus exequias. Y quienes confraternizábamos en las mesas del Dominó, sin ánimo grupista nos solidarizamos con el duelo que significó su deceso para el conservatismo en especial. Pero también, para el país político. Por la casa de Gómez, en el barrio Teusaquillo, a partir de las 2 y 30 de la tarde, empezaron a desfilar los jefes del liberalismo, los conservadores de las diversas vertientes, el Presidente Guillermo León Valencia con su gabinete, electo contra el querer de Gómez, golpistas y laurenistas de la más clara estirpe, oro puro y escoria para traer la adjetivación de Laureano, oligarcas y proletarios, porque en el conservatismo los hay, y muchos, gente de bien, que desde entonces ha existido, en fin, lo que llaman las fuerzas vivas del país. Las fuerzas muertas, como siempre, figuraban como NN.

Y desde luego, no podíamos los del Dominó estar ausentes en el sepelio del caudillo. Hubiera sido imperdonable. Por teléfono nos citamos en la casa de Omar Yepes Alzate, quienes estábamos disponibles para viajar a Bogotá. Allí llegamos hacia las cinco y media de la tarde, los jóvenes Hernando Yepes Arcila, Emilio Echeverri Mejía, Héctor Jaramillo Arango, mi primo Héctor Londoño Ramírez, y quien esto escribe. Con Omar completamos el cupo de un carro expreso de siete pasajeros, incluido el conductor, y emprendimos viaje nocturno por la polvorienta y tortuosa carretera, serpenteante y peligrosa en especial en las horas nocturnas. Tendríamos mucho que dialogar en once o doce horas de viaje que se nos esperaban pero hacia las diez, que apenas estábamos cercanos a Honda, para emprender el ascenso por Sasaima, Albán, Fusagasugá, Facatativá, Alto de San Miguel, Madrid, Motel Los Faroles, Bogotá, algunos entramos en somnoliento reposo, apenas interrumpido por los discursos de Laureano, en archivo, que empezaban a retransmitirse por La Voz de Colombia, emisora que fue tribuna del conservatismo.

Sí. Decidimos hacia las 5 y 45 de la mañana, que, de paso hacia el hotel, situado en el centro de la ciudad nos daríamos una pasada por la residencia del Caudillo en cuya sala se exponían sus restos mortales, por decisión inapelable del fallecido. Y hacia allí nos dirigimos. Carrera 15 # 38-00, por favor. Nos fuimos apeando uno por uno, la puerta se encontraba entornada, supusimos que habría numerosos deudos y amigos a pesar de la temprana hora y que nos encontramos: un pequeño féretro en mitad de la sala, los cirios encendidos, un Cristo a la cabecera y una espesa soledad. Un ciudadano en una silla, entre dormido y despierto, que Omar identificó como Felio Andrade y otro, de ojos llorosos, que supusimos era deudo del difunto, con notorias señales de beodez, quien, al aproximarnos para darle nuestro pésame, me reconoció como su primo y yo a él. Quedamos los del Dominó haciéndole guardia a Laureano Gómez, en su cofre mullido, con el rostro cerúleo y su último e inolvidable gesto de suficiencia caudillista. A algunos se nos vino un lagrimón, no tanto por el sentimiento hacia el jefe, sino por el poético abandono en que se encontraban sus restos mortales. Yo recordé la cita de Kempis que Laureano Gómez repetía con frecuencia: «Vanidad de vanidades y solo vanidad. Somos leves briznas de hierba en las manos de Dios».

Treinta, cuarenta y cinco minutos solos, frente a los restos corpóreos de «El hombre Tempestad, a quien solo se puede amar u odiar»; de «El Monstruo»; de «El Basilisco». Salimos para nuestro alojamiento, desayunamos, reposamos y hacia el mediodía, con nuestros vestidos de luto, quisimos engrosar la marcha que acompañaba su féretro. Tarea imposible. Las multitudes se tomaron las calles y no encontramos camino abierto. Decidimos regresarnos al Continental para sembrarnos frente al televisor. La transmisión ofreció imágenes hasta la llegada del carro mortuorio al Cementerio Central de Bogotá donde reposa lo que queda de la presencia de Laureano Gómez en la tierra. Hacia las cinco de la tarde, nos recogió el vehículo que nos habría de regresar a Manizales al amanecer del 15 de julio de 1.965. 55 años atrás. Creímos que su despedida iba a ser con todos los honores, cámara ardiente, grandes piezas oratorias. Frustración total. No conocimos hasta después lo que Laureano Gómez dejó escrito como disposición para su sepelio.

«Recomendaciones para mi familia y mis amigos en el caso de mi fallecimiento. Los avisos de defunción deben incluir la solicitud de que no se envíe ninguna clase de coronas. Los servicios religiosos serán en la iglesia parroquial o en la capilla del cementerio. Deben limitarse a lo estrictamente litúrgico, sin música ni canto. No se tolerarán cámaras ardientes, ni en edificios públicos ni en privados. No se tolerarán funerales costeados por el erario. No habrá discursos. El Siglo se limitará a un relato periodístico sin ninguna clase de juicios ni elogios. El cadáver se debe depositar en una bóveda común. Bogotá, 1 de diciembre de 1960. Firmado Laureano Gómez. »

Estoy casi seguro de que los jóvenes del Dominó en su larguísimo itinerario de regreso, guardaron, guardamos silencio abrumador. Recibimos lecciones que nos marcaron sobre lo efímero, la muerte, lo eterno. La soledad tan sola de los muertos. Lo demás es historia. Lo único que no ha sido efímero es la amistad. Ahí sigue. Como la recordación votiva del Gran Emilio, quien se nos adelantó en el viaje hacia lo inescrutable.

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