martes julio 16 de 2024

Ricardo de los Ríos Tobón

Por Augusto León Restrepo 

Bogotá, 22 de marzo _ RAM_ Tenía lista mi columna semanal para enviársela al codirector y Editor de Eje 21, Evelio Giraldo, cuando hacia las nueve de la noche de anoche, recibí una llamada de Gilma de los Ríos Tobón, la poeta, quien con voz entrecortada me dijo: «Murió Ricardo. Mañana hablamos». Se refería, a que había fallecido, en Pereira, su hermano Ricardo de los Ríos Tobón, el ingeniero, el historiador, el académico Magíster Honoris Causa de la U. Tecnológica de Pereira, el fino cronista, mi amigo, con quien hasta hace unos quince días, y durante muchos años, mantuve un intermitente diálogo, siempre extenso cuando se daba; fluido, jacarandoso y picante, que para mí constituía un pimentoso acicate, en estos tiempos de la virtualidad, de los monosílabos y los acrónimos, de los recortados chats y de los chatos tuíteres  o tuists, que si no hubiera muerto Ricardo, él me hubiera sacado de dudas sobre cómo se escribe este plural modernista.

Y les cuento que quedé garrotiado. O garroteado. Que para los efectos da lo mismo. Se había ido Ricardo, con quien en las últimas conversaciones hablamos, dentro de un mágico desorden, de la monumental obra biográfica, de circulación familiar, sobre su padre Don Carlos de los Ríos, político, escritor, músico y caballero de fino humor. Y de paso sobre el último capítulo de Pedro el Escamoso, la telenovela de Caracol, para terminar en los dolorosos episodios que Ricardo y yo recordábamos, sobre la violencia política en el occidente de Caldas entre los años 1930 y 1960, región de donde ambos somos oriundos -Ricardo de Belén de Umbría y yo de Anserma- tema de su libro que estaba a punto de terminar, cuando le llegó la muerte, «que se va llevando todo lo bueno que en nosotros topa».

Repuesto a medias, engaveté la columna programada y me senté a escribir sobre Ricardo. Y me dije. No lo voy a hacer en extenso, con artificios de columnista de obituarios, sino que voy a resaltar dos de sus condiciones: la del hombre bueno, en toda la extensión de la palabra, que lo fue. Pero no. Cambié de opinión y me dije: que sean sus más próximos los que se encarguen de exaltar sus virtudes. Más bien me referiré a su condición de humanista, sarcástico y crítico, observador sagaz, entre sociólogo y sicólogo del entorno en que vivió, y que dejó una obra prolífica, que habrá que recogerse y conservarse. Compromiso para la Academia y la Universidad.

Ya sus pares en la disciplina de la historia y del ensayo, se referirán a sus escritos. Yo lo haré en relación a lo que le leí publicado en sus últimos años, en Papel Salmón de La Patria, el asilo generoso para escritores y pensadores del Gran Caldas -término acuñado por Ricardo- y dirigidas las páginas literarias por la tesonera Gloria Luz Ángel. Bajo el título de «Fue el verso sin esfuerzo», Ricardo escribió su propia antología de los versos populares, cojos y con muletas algunos, que es donde vi con más a gusto al cronista y al escritor.

Yo creo que lo hizo como en búsqueda de un remanso, para salir del atafago de los archivos, de los documentos, de los libros de consulta en que sustentaba sus sesudos estudios históricos. Aquí, en el periódico, con pimienta y salero, burla burlando, descubrió en la inspiración popular a cultores anónimos unos, renombrados otros, que producen al menos una sonrisa fácil y admirativa. Por ahí desfilaron José Manuel Marroquín y su ortografía, Don Aparicio Díaz Cabal, el legendario dueño en Manizales de la Funeraria La Equitativa, Cultural y Deportiva, Don Miguel Cataño, quien en Anserma nos enseñó Geografía en verso, los de la Gruta Simbólica, los pasquines rimados, la inspiración en la Aspirina de Báyer y hasta los cuartetos en que se anunciaba el poder curativo de los males del estómago de la Sal de Uvas Picot. Yo no sé. Pero adivino que fuiste feliz, cuando escogiste a tu sobrino como imaginario destinatario de esas páginas. Siempre tuviste esos destellos de humor, aún en los momentos más aciagos. Ese era tu talante.

Tu y yo Ricardo alguna vez hablamos de que a la muerte hay que desproveerla de su rigidez y de su seriedad. Por eso es que, en estos momentos, es más fácil acudir a los recuerdos gráciles con el amigo, que, a las dolorosas quejas, que es mejor tragárnoslas, porque la vida nos enseñó esta lección. Te enfrentaste a tu enfermedad con todas tus armas. Querías seguir empeñado en vivir, para terminar lo que habías iniciado.

Pero hasta aquí llegué. Antes caían las lágrimas en el papel donde se escribía, o en un pañuelo. Ahora veo una de mis lágrimas caer en un frío y oscuro teclado. ¡Maldita sea! Habrá que interrumpir una vez más nuestro diálogo. Que me temo que no habrá forma de reanudarlo. Tú llegaste ya al territorio de lo ignoto. Seguro, que ahí iré detrás, y el día esté lejano. Mientras tanto, que la tierra que caerá sobre tus huesos, te sea leve.

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