miércoles diciembre 18 de 2024

La paz total, simplemente una bella aspiración

15 abril, 2023 Opinión Juan Manuel Ospina

Juan Manuel Ospina

La paz total debe incluir diálogos con el narcotráfico, con la minería ilegal y con la corrupción, propone Luís José Rueda, obispo primado de la iglesia colombiana, su actual cabeza y principal vocero. Se lo dijo a Yamid Amat. Dio un mensaje esperanzador pero realista que podría ayudarle al Presidente a aterrizar su propuesta que es una aspiración que todos compartimos y convertirla en un propósito realizable, más que el simple deseo y un discurso movilizador.

Monseñor empieza por recordar que la violencia ya no es por causas políticas sino por intereses económicos, principalmente el negocio maldito del narcotráfico. Lo dice claramente y lo cito: «La paz en Colombia no será posible mientras no se logre una solución al problema del narcotráfico». Y completa algo que no le gusta a Washington que pretende reducir el problema a la producción de la droga, independientemente de su consumo; negar esa realidad de a puño es un ejemplo claro y mortal de hipocresía internacional que termina justificando combatir al campesino, generalmente un colono que siembra la coca para subsistir; es lo de siempre, caerle al débil y dejar libre al poderoso., que en este caso son los narcotraficantes. Monseñor es contundente, debe ser eliminada esa doble moral. Más claro no canta un gallo.

La pregunta salta a la vista: ¿si están dadas las condiciones para hacer realidad la paz total? En esto no podemos ser ni fatalistas ni ingenuos; se trata de un objetivo crucial ante el cual el país no puede declararse derrotado de antemano; toca esperar contra toda esperanza; monseñor nos diría, con fe y sin desfallecer.

La consolidación de la añorada paz total que sería el fruto de un proceso ordenado, depende de que se enfrenten coordinadamente cuatro tareas o desafíos: el narcotráfico, la minería ilegal y criminal, el cáncer social de la corrupción y en cuarto lugar, el abandono sufrido secularmente por regiones y comunidades que sobreviven por fuera del radar del Estado, cautivas de las para-estatalidades criminales que pelechan en ese vacío de institucionalidad, sin autoridad y políticas públicas legales.

Y reitera otro punto clave. La necesidad de diferenciar el trato y los objetivos que se tengan con un ELN que conserva su condición de insurgente político con quien puede y debe adelantarse una negociación política a partir de la experiencia de La Habana con las FARC, y del otro lado, el trato con grupos simplemente criminales centrada en que depongan las armas, cesen toda violencia, dejen el negocio, entreguen las rutas de la droga y se reincorporen a la vida normal; si esta tarea no se asume, la política nace muerta.

La dimensión religiosa del planteamiento de monseñor Rueda adquiere importancia porque además vislumbrarse en el proyecto Petrista: será imposible lograr «la paz total» sino se le asume con una visión, con una sensibilidad ética y moral. En esta lógica la paz no se reduce a la firma de un pacto, pues es ante todo una actitud de los seres humanos que puede abrirle la puerta a una nueva sociedad y cultura, basada en una ética del bien común y de la solidaridad.

Este punto crítico del análisis trae a mi memoria el planteamiento ético del filósofo Jurgen Habermas, de que lo transformador, lo que abre verdaderamente el camino a los cambios en la sociedad y sus conflictos, en las relaciones entre las personas, es perdonar lo imperdonable. Abrir puertas y discusiones no para condenar sino para comprender y hacerlo desde lo concreto de las existencias, de las regiones; ni condenar ni justificar, comprender.

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