martes diciembre 17 de 2024

Los cuadernos de Maluma

Maluma, el efebo oxigenado

Maluma, el efebo oxigenado con la cosmética plus del marketing. Foto: goguiadelocio.com.co

Por: Ricardo Rondón Ch.

http://laplumalaherida.blogspot.com/

La vida breve, estridente y archifamosa de Maluma, tiene un eco, sólo en el título, de la mentada y multipremiada novela de Juan Gabriel Vásquez: ‘El ruido de las cosas al caer’.

El ruido sincronizado en esas modernas consolas chinas que se tomaron las discotecas y los rumbeaderos de todos los estratos, y que la muchachada del rebusque con amplificadores sujetos al cinturón, micrófono en mano, ha impuesto como banda sonora de la decadencia social y la miseria en los vehículos de transporte masivo, en los articulados de Bogotá, en el Metro de Cali, en el Transmetro de Barranquilla.

A ese ruido programado le llaman ‘pop urbano’, y Maluma, un efebo oxigenado por la cosmética plus que apenas frisa los 21 años, es en la actualidad el sumo sacerdote de este subgénero, una suerte de Cristiano Ronaldo en crescendo, que tiene enloquecidas a las jovencitas, pero también a las maduras, ansiosas de una dosis urgente de su colágeno a cualquier precio.

De este imberbe antioqueño, que en la pila bautismal fue registrado como Juan Luis Londoño Arias, miembro de una familia de clase media, en los albores de la adolescencia aspirante a las primeras divisiones del Deportivo Independiente Medellín, la multinacional del marketing hizo un producto estrella, Maluma, -anagrama de los fonemas de los nombres de sus padres y de su hermana (Marlli, Luis y Manuela)-, capaz de paralizar un estadio, la zona de inmigración de un aeropuerto, un parqueadero, un centro comercial.

Tiene fragancia propia, ahora cuadernos ‘inteligentes’ de resorte y tapa dura para colegiales pupi de papis money, y en un futuro próximo marca de ropa y zapatos deportivos para liquidar de una vez por todas a Gef y Tennis, y una línea de marroquinería que pretende competir hombro a hombro con el zar de estos productos, el santandereano de Capitanejo, Mario Hernández.

Maluma es el mantra hertziano a partir del ruido de las cosas al caer, y de unas letras que no necesitan mayores esfuerzos lingüísticos ni conocimientos de sintaxis ni gramática. ¡Qué va!, eso para los viejos correctores de prueba de mamotretos que aún sobreviven entre escritorios apolillados de algunos periódicos y revistas al borde de la quiebra.

La gramática de Maluma se remite a echar a rodar un par de dados de marfil sobre una alfombra roja para que obsesión rime con adicción, temperatura con bravura, mamacita con risita, corazón con reguetón y faldas con nalgas. Y listo. Sírvase rápido antes de que se evapore en la fosforescente barra interminable de millares de fans, cada vez más sedientas del sintético cóctel de su ídolo, con un poderoso narcótico subliminal en la cereza, óptimo para el consumo en cadena.

La puesta en escena de los vídeos de Maluma tampoco exige mayores esfuerzos, pero sí una millonaria inversión en producción: Un Maserati blanco, por ejemplo, para que el niño mimado del pop urbano fije su enjuto rabito de tigre montañero al lado de la rubicunda modelo de turno, con unos tacones escarchados de 12 centímetros y un I Phone última generación para chatear hasta la eternidad con todos los diablitos y angelitos posibles.

O una docena de las mismas hechuras con overoles intergalácticos de poliuretano inspirados en la repetitiva saga de George Lucas, moviendo sus culitos revisteros al compás del zumbido sincronizado que despacha a borbotones y a decibeles inimaginables la consola made in Taiwan, sobre las baldosas prístinas de una bar lounge de Miami o del Village neoyorkino.

El copete matador de Maluma

El copete matador de Maluma, calcado del de John Travolta en ‘Brillantina’. Foto: cuscoenpositivo.wordpress.com

La erótica de Maluma, como sus letras, su ruido escaneado y sus montajes escénicos, también está elaborada con el mejor polipropileno. Es tan aséptica y artificial que en vez de una erección puede producir un derrame cerebral. Me quedo con la propuesta húmeda de los vídeos populacheros de Marbelle, que va al grano y replica de frente y sin mordazas.

El cielo prometido de Maluma es igual de improbable al cielo del profeta Eliseo que en un día estival de la antigua Mesopotamia dejó a la humanidad viendo un chispero cuando despegó con propulsión a chorro en un carro de fuego sin dejar rastro.

El de Maluma es un cielo que se puede apreciar desde la bóveda de Bulevar Niza o desde la terraza caleidoscópica de Titán Plaza, donde hace unos meses un maltratado, señalado e incomprendido Sergio Urrego decidió librarse de la doble moral y de las mezquindades de sus superiores de academia victoriana, poniendo punto final a su existencia con un salto al vacío, cual angelito empantanado de Andrés Caicedo.

Al reino Maluma se accede con una buena baraja -también de termoplástico-, dúctil y maleable, que es el tiquete inmediato a la feria luminotécnica del consumo: cachuchas de beisboleros gringos con bordados y repujados en alta definición, camisetas ídems de colores eléctricos, jeans bombachos y deshilachados que sobrepasan la pírrica cifra del nuevo salario mínimo, ni hablar de los accesorios, las joyas, los relojes, las gafas Matrix, y toda esa bocelería de los reguetoneros high class que nadan en millones.

Allí, en uno de esos santuarios del capitalismo a ultranza -que provocarían entre retortijones la náusea del barbado Karl Marx-, observo una fila de padres de familia con sus colegialas adolescentes prestos a comprar los cuadernos de Maluma. Por compras mayores a $25.000, obsequian un afiche del cantante.

En el poster promocional de los cuadernos, negocio redondo de una caja de compensación familiar y un eslogan que reza: Temporada escolar a tu ritmo, aparece el reguetonero con un smoking quizás adquirido en la pomposa boutique de Ermenegildo Zegna, diagonal a la catedral de San Patricio, en pleno corazón de Manhattan.

El paisita lleva un copete calcado del de John Travolta en ‘Brillantina’ -furiosa epopeya disco de los 80 con Olivia Newton John-, la nariz perfilada de Rodolfo Valentino, y un rictus melancólico de maitre del Club Metropolitan luego de una alborotada jornada en una fiesta de 15 años.

Dicen los vendedores de camiseta naranja que jamás se había visto tanta expectativa por unos útiles escolares como los de Maluma, que ni siquiera, en su momento, los cuadernos de Ana Sofía Henáo y de las gemelas Dávalos, “que todavía hay arrumados en bodega”, asegura uno de ellos.

¿Qué tienen entonces de particular los cuadernos de Maluma para que conlleven semejante demanda, con fila y control de seguridad privada? Fuera del resorte plástico y las tapas duras, nada. Que son de Maluma, que llevan su estampa en carátula, el copete matador, la naricilla perfecta, los bíceps marcados, los tatuajes, el semblante magnético del semidios de masas. Y eso es más que suficiente para ellas. ¡Aleluya!

¿No les faltaría un anexo con la tabla periódica de los elementos químicos -o por lo menos con las tablas de multiplicar como venían los Bolivariano de época-, o con las capitales de Colombia que ya nadie memoriza y repasa, o con los símbolos patrios y el mapa folclórico nacional?

Cuadernos Maluma

Los cuadernos de Maluma, resortados, tapa dura y «a tu ritmo». Foto: Campaña promocional

Ideal sería que los cuadernos de Maluma tuvieran un apartado de mínimas normas gramaticales y ortográficas a la hora de garrapatear una canción. Y por qué no una guía breve de cultura general para que las jovencitas que aspiran a reinas no terminen respondiendo tantas burradas. ¿Por qué no?, si son tan caros. Si el coste de un cuaderno de Maluma lo estira una madre cabeza de familia de Soacha para darle de comer a su parvada durante una semana.

Pero el mundo de Maluma no es el de los pobres y desarraigados que sí ven en el reguetonero a un ser de otra galaxia en una nave estratosférica que gira precipitada a 36 grados y al ritmo frenético de un ruido sincopado que se oye y se baila en todas partes, una pulsión mecánica que no requiere de estudios musicales, de solfeo, menos de lectura en pentagrama.

Es el ruido de las cosas al caer, como la novela de Juan Gabriel Vásquez. Lo que va quedando por el piso cuando cualquiera de las modelos del pop-urban se despoja de sus vestiduras, cuando cae una baratija, una copa, un sostén con incrustaciones de diamante; a la par de los caracteres de los chats, insulsos, desperdigados, próximos al olvido; como todo lo virtual y trivial que estamos viviendo, como la soberana farsa de quienes nos gobiernan, como la esclavitud insufrible de merecer una clase media, como el falso amor y la erótica plástica de las canciones de Maluma y sus mortificantes estribillos de rimas consonantes.

Como salir de casa presos de temor y regresar a la noche con el traje impregnado de todos los vapores de la calle para enfrentarnos al espejo, refrescar el rostro, tararear un tango y, a cuenta gotas, persistir en la costumbre de seguir viviendo.

 

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