Diccionarios
Por Germán Cepeda Giraldo
Cuando levanté mis ojos al cielo y mi vaca ya me había proporcionado, de sus gigantescas ubres, la leche diaria, corrí a la cocina y escuché, a lo lejos, el ruido trepidante de las balas que mataban indiscriminadamente a niños, padres y obreros, todos campesinos como yo, sin importar las súplicas lastimeras de las víctimas.
El ruido incesante de la lluvia, una lluvia porfiada, cuyas gotas cristalinas y fuertes, golpeaban furiosamente los vidrios de los ventanales, como si se quisieran entrar, me impedían escuchar con claridad lo que ocurría allá.
En los potreros, el ganado, que hacía parte de la propiedad pastaba inquieto y mugía, como si imaginara la tragedia que se cocía en su derredor.
Cuando yo sea grande, pensaba, indignado, para mis adentros, voy a regalarle a cada uno de los habitantes de mi país, un libro que contenga muchas palabras, para que no se maten entre ellos, porque yo creo que se asesinan es por mera ignorancia, por odios mal fundados y por desconocer la realidad de nuestro país.
Y si eso del regalo llegare a ocurrir, en vez de aspirar aire, sus pulmones inhalarían palabras. Sería un diccionario gigante, donde quepan todas las palabras y que ellas invadan todo el aire que respiramos.
Y así, todos los asesinos pararían en su loca carrera y se acabaría la maldita guerra, guerra que nos está desapareciendo de nuestras parcelas y nos hace huir, sobresaltados y llenos de terror, a las grandes ciudades.