martes julio 16 de 2024

¿Vamos rumbo al fin de la desigualdad?

Jorge Emilio Sierra Montoya

Por: Jorge Emilio Sierra Montoya (*) 

La desigualdad es un problema social de la mayor importancia. Y de él se derivan muchos más, como los conflictos por las tensiones generadas entre grupos de población ante sus notables diferencias entre el nivel de ingresos económicos o simplemente de riqueza. Es la típica diferencia entre ricos y pobres, para dejarnos de rodeos.

Y es un problema de vieja data, claro está. Viene desde el principio de los tiempos, nada menos. Es como si fuera algo propio de la naturaleza humana o de la misma sociedad, por primitiva o avanzada que sea. Hay quienes aseguran incluso que esto nunca cambiará, hágase lo que se haga.

En las circunstancias actuales, el asunto en cuestión está a la orden del día. De hecho, hay altos niveles de concentración de la riqueza, con dimensiones insospechadas, que contrastan con la pobreza en mayores proporciones, dándose desigualdad en países tanto desarrollados (ricos) como en desarrollo (pobres). América Latina, sin ir muy lejos, es la región más desigual del mundo.

Esto es grave, insistimos. No es democrático, en verdad. No se da la igualdad que es uno de los principios fundamentales en la democracia moderna, en la cual, según la célebre expresión que tanto repetimos, “todos somos iguales, pero unos son más iguales que otros”. La igualdad, pues, sigue siendo sólo formal, jurídica o política, no económica ni social.

¿Qué hacer, entonces? ¿Acaso no hay solución a dicho problema, ni siquiera con el extraordinario progreso científico, técnico y tecnológico, al que no es ajena la Economía? ¿Y sí están funcionando las cacareadas políticas contra la pobreza? ¿Qué pasa, en fin, con la distribución de la riqueza, sin que ésta se destruya en el proceso?

¿Será que el capitalismo acentúa, en forma inevitable, la terrible desigualdad económica y social? ¿O marchamos, por el contrario, hacia el feliz término de la desigualdad, por utópico que parezca? ¿Vamos rumbo al fin de la desigualdad? ¿O no?

El eslabón perdido

Thomas Piketty, primer director de la Escuela de Economía de París y “uno de los cien pensadores sociales más influyentes” del planeta, hace de nuevo tales interrogantes en su libro “El Capital en el Siglo XXI”, calificado por el Nobel Paul Krugman como “el mejor libro quizá de la década”. Estamos, sí, ante un peso pesado de tiempo completo.

Su investigación, por cierto, es novedosa, única, enorme, como que comprende a varios países, sobre todo desarrollados, desde el siglo XVIII hasta el presente, con “la base más amplia -según él mismo dice- de datos históricos disponible hasta ahora sobre la evolución de las desigualdades en los ingresos”. Una labor titánica, heroica, que le tomó quince años de estudio (de 1998 a 2013), con la ayuda de expertos internacionales y el uso de la informática, indispensable a todas luces.

Pero, ¿qué concluyó al respecto? En primer lugar, que la menor desigualdad registrada hace un siglo en los estudios de Kuznets fue apenas pasajera, relacionada más bien con la Primera Guerra Mundial y no con el presunto desarrollo afortunado del capitalismo, el cual sin embargo en los últimos años muestra un aumento generalizado de la desigualdad, preocupante en grado sumo.

En tal sentido, Piketty parece retomar el crítico diagnóstico de Marx sobre “acumulación infinita” en el capitalismo, o sea, la imparable concentración de la riqueza, mientras pone en tela de juicio al neoliberalismo con su plena libertad de mercado, asegurando que entre más perfecto es el mercado, hay más desigualdad. ¡Blasfemia!, gritarán los fundamentalistas de turno.

Él, sin embargo, mantiene la calma, en referencia permanente a los múltiples datos que salen de la fría realidad social, y analiza las llamadas fuerzas de convergencia y de divergencia que causan menor o mayor desigualdad, para llegar así a una ley sencilla, elemental, que nos recuerda las de Keynes en su Teoría General.

En efecto, su ley se traduce en una fórmula simple, expresada en la siguiente ecuación: r > g, según la cual el rendimiento del capital (r) es mayor que el crecimiento de la producción y los ingresos (g). Dicho de otra manera, como el rendimiento del capital supera la producción nacional (PIB) y el aumento de los ingresos, la desigualdad es inevitable.

¡Es como si Piketty hubiera encontrado ahí el eslabón perdido de la desigualdad que nos agobia!

Políticas en acción

Aunque parece reivindicar a Marx por el citado principio de la acumulación infinita del capital al sostener que “a pesar de todas sus limitaciones, el análisis marxista conserva cierta pertinencia”, Piketty no duda en decir que “la profecía marxista no se cumplió” por factores como el alza de los salarios, otras propuestas políticas (socialdemocracia), el progreso técnico y el incremento de la productividad.

Más aún, asegura que el capitalismo sí evitó “el apocalipsis marxista”, pero advierte que de ninguna manera frenó la concentración de la riqueza ni la desigualdad, su gran tema de reflexión. Antes bien, la investigación le permite concluir que la desigualdad ha crecido bastante desde 1970 en los países ricos, especialmente en Estados Unidos.

Y ha crecido -agrega- por la fórmula enunciada (r > g), o sea, por los altos rendimientos del capital en los sectores inmobiliario, financiero y empresarial frente a las modestas y cada día menores tasas de crecimiento del PIB, lo que lleva a una conclusión lógica: el Estado debe intervenir, reduciendo la renta del capital -r- y/o elevando la producción, en especial los ingresos.

¿Cómo? La tarea no es fácil, admite. Y no lo es porque si disminuye el rendimiento del capital (verbigracia, menores tasas de interés para un rentista), la inversión privada se puede afectar y por ende el crecimiento, perdiendo en un lado lo que se ganó en el otro. “Lo comido por lo servido”, mejor dicho.

De hecho, descarta el regreso a políticas proteccionistas o nacionalistas y prefiere, al parecer, la tradicional vía tributaria, con impuestos a la propiedad y, en particular, a las herencias, por medio del impuesto de renta. Sólo que en cada caso él mismo formula sus propias objeciones.

Se requiere, además, una sana política educativa, con mayores inversiones en educación, investigación e innovación, con la debida importancia de la formación en la lucha contra la desigualdad, observando con beneplácito la exitosa experiencia de China en tal sentido para reducir la pobreza.

En general, ni siquiera esas medidas garantizarían, en su concepto, que se den resultados positivos, si bien es previsible una disminución de la concentración y la desigualdad en el futuro, del cual –concluye- no sabemos siquiera cómo será.

Por lo visto, el fin de la desigualdad seguirá siendo una utopía. Como es la democracia, dirá alguien.

Incendio en la casa

Es necesario estudiar la obra de Piketty por múltiples motivos. De una parte, debe replicarse su investigación, con la metodología empleada, en otros países, sobre todo subdesarrollados, donde él mismo admite que no se aplicó a pesar de ser la región con mayores niveles de desigualdad y pobreza en el mundo. ¿A qué conclusiones -cabe preguntar- podríamos llegar acá?

Por ejemplo, si los altos salarios de los ejecutivos son una de las causas principales de la concentración de riqueza en los últimos años, ¿cuál es la situación en nuestros países? ¿Y qué decir entre nosotros sobre el rendimiento o la rentabilidad de sectores como el inmobiliario, el financiero y el empresarial, frente a tasas modestas del crecimiento económico?

Sin duda, hay que discutir qué medidas son las más adecuadas por estos lados para reducir la desigualdad. ¿No es obligado hacer cambios de fondo en materia fiscal, más aún cuando en Colombia se está abriendo paso la posibilidad de llegar al fin a una reforma tributaria estructural? ¿Y esto no podría hacerse en nombre de la prosperidad social, gran bandera del actual gobierno?

De igual manera, el tema educativo debe ser prioritario. No solo en teoría, planes y promesas, sino en la práctica. Que de hecho haya más inversión en el sector, en innovación y tecnología, como señalamos arriba. Y que los grupos económicos brinden ahí su apoyo, teniendo en cuenta que la educación suele ser el foco central de muchos programas de Responsabilidad Social Empresarial.

En cuanto a las universidades, qué bien les hace volver a una visión humanista, donde la economía se aborda en el plano social, a la luz de la historia y de la misma política (Política con mayúscula), para el análisis de problemas cruciales como la desigualdad y la concentración de riqueza, con las correspondientes propuestas de solución. La Teoría del Desarrollo, en especial, urge su atención.

La meta de reducir la desigualdad al mínimo posible o deseable no es tarea fácil. Y aunque el propio Piketty insiste en que es difícil, sin que pueda asegurar siquiera la efectividad de sus medidas, también afirma que el asunto en cuestión no es perpetuo (los factores de divergencia no lo son), ni las leyes naturales nos condenan a ese triste destino.  Menos mal.

(*) Director de la Revista “Desarrollo Indoamericano”, Universidad Simón Bolívar –[email protected]

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