Cundinamarca, en el corazón de los colombianos
Por: Ricardo Rondón Ch.
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Le pedí a Dios que me diera todo, para disfrutar la vida. Y Él me dio la vida, para disfrutarlo todo.
Doña Clara González, oriunda de Anapoima, Cundinamarca, ya completó treinta años al frente de su máquina de coser Singer de manufactura alemana. Buena parte de ese tiempo le pudo haber dado varias vueltas a Colombia a punta de pedal, hasta hace poco que le adaptó un motor.
Aunque es experta en diseño y confección de ropa, su fuerte es el bordado manual en cadeneta, traducido en que de manera sorprendente, y con la virtud del oficio y su amplia experiencia, ella escribe con la aguja sobre la tela, con el mismo estilo y caligrafía que los escribanos de época lo hacían con la pluma y la tinta sobre el papel pergamino.
¡Cómo!, ¿escribe con la aguja?, se preguntarán los incrédulos. Sí. Desde el nombre completo de una persona, una dedicatoria, un acróstico, un soneto, o un pendón espiritual como el que encabeza esta crónica, que es de su cosecha, y que está ubicado como punto de referencia del stand de Anapoima, que ella orgullosa representa.
Póngale usted lo que quiera y con la tela que se le antoje: un mantel, una bolsa para la ropa, una cobija, unos limpiones, un delantal, la funda de una almohada; en materiales que van desde el rústico yute hasta el fino chifón o el organdí. Ella le escribe lo que le pida, o se lo marca. Y no de un día para otro. Mientras le pregunta si por fin arreglaron el problema del agua en su comarca.
Se trata de una habilidad que aprendió de su finado esposo, que él a su vez heredó de sus padres, y que ha pasado como legado de generación en generación.
En el centro de Anapoima oficia con su máquina todos los días bajo la razón social Detalles y bordados Clara González. En la XIV Feria de las Colonias, es el punto de atracción de los visitantes en el pabellón de Cundinamarca, departamento invitado de honor.
Como doña Clara hay un puñado de cundinamarqueses de bien que sacan la cara por su territorio. Que tienen por credo el trabajo desde el uso de la razón. Que no se quejan ni se duelen por trivialidades. Y que aúnan esfuerzos por el desarrollo y la prosperidad, por encima de los obstáculos y las trabas de un Estado que muchas veces se niega reconocer el talento y tesón de sus habitantes.
Por ejemplo, la ardua y paciente labor del maestro Carlos Cristancho, tallador de piedra, madera y mármol, que en este consorcio representa al municipio de Tabio. Tres décadas invertidas en darles forma y volumen con buriles de punta de tungsteno, y martillo neumático, a las imágenes sagradas que ha elaborado en todos estos años, acuñándose por sentido de oficio y pertenencia el rótulo ganado a pulso como escultor de la fe católica en Colombia.
Testimonios palpables de su prestigiosa carrera: el Arcángel San Miguel que custodia su estancia y en el que invirtió un año de trabajo. La Última cena, tallada en piedra de labor, con un peso de quince toneladas, que adquirió por $500.000.000 el Complejo Parroquial Cristo Rey. O una Sagrada familia en exposición, que espera un santuario en el Vaticano.
De lo íntimo y sagrado que es tallar y pulir la dureza para descubrir la joya que se oculta dentro, en palabras del gran Miguel Ángel Buonarrotti, nos envían señales atmosféricas de un stand aledaño, el de Fusagasugá. Son las suaves y dulces fragancias que emanan los jabones artesanales y medicinales de la firma Naturarte, de los esposos Nicolás Rojas y Johanna Paola Reyes.
Un negocio de familia que conlleva una sensible historia de vida. Todo empezó con un problema cutáneo de su pequeño hijo, que padre y madre comenzaron a investigar y a consultar con expertos. El resultado, una microempresa que ha venido creciendo y que genera empleo, con el agregado del retoño sanado.
Oler para creer, se podría aplicar la frase a manera de mercadeo en este saludable y odorífico proceso que es aprovechar las bondades de madre natura para limpiar, oxigenar y tonificar el cuerpo.
La lista de estos jabones aromatizados a base de glicerina es larga, cada uno con sus respectivas propiedades. De los más solícitos, los de avena, aloe vera, miel, avena, caléndula, canela, café, manzanilla y durazno.
Nocaima es uno de los municipios turísticos por excelencia de Cundinamarca, y los atractivos ecológicos y de entretenimiento que ofrece están al alcance de apenas 65 kilómetros (90 minutos en automóvil), que es la distancia que lo separa de Bogotá, con una agradable temperatura promedio de 23 grados centígrados.
Diversiones y pasatiempos para grandes y chicos. Imperdible el parque de aventuras extremas La Esmeralda, con sus recorridos de infantería o de cabalgata, y las múltiples opciones para elegir en grupo o individual: montañismo, rappel, deslizamiento por cuerdas, torrentismo, paint-ball, senderismo, molienda, camping. La jornada queda corta para todo lo que hay por disfrutar.
Lecciones de instrucción cívica: ¿Cuál es el gentilicio de los nacidos en Paratebueno? Paratebonense, responde la simpática Astrid Méndez, técnica ambiental a mucho honor, lugareña de Paratebueno, como el mapa lo reseña: El único municipio llanero de Colombia, ubicado entre dos municipios del Meta: Cumaral y Barranca de Upía.
Ostenta Paratebueno una de las riquezas agrícolas más relevantes del departamento: las piñas más jugosas, pulpas y saludables, pero recomendables, en palabras de la guapísima Astrid, las que se dan silvestres en la inspección de Maya, que con solo tocarlas se estallan.
¿Y cómo se llega a Paratebueno? Sencillo: tres horas en carro por la moderna y fluida carretera que de Bogotá conduce a Villavicencio, y de ahí por la vía a la que se llega a Yopal. Gracias Astrid por su puntual información. Y por exhibirnos sin recato sus portentosas piñas para el registro fotográfico.
La ingeniera de alimentos Martha Quecano, la bacterióloga Viviana Piñeros y el geólogo Eduardo Tobón, se vinieron muy bien equipados con semillas y cereales que se dan como bendiciones en los fértiles surcos de Sopó y sus alrededores.
Hay nombres exóticos que se quedan bailando en la punta de la lengua como arándano, quinua, amaranto, girasol, cúrcuma, páprika y ajonjolí, con sus etimologías de las antípodas, de la India milenaria, pero también de los imperios perdidos de la cultura prehispánica.
Con esta abundante y variada materia prima fabrican barras y caramelos exquisitos al paladar, y de garantizados beneficios digestivos como nutrir y fortalecer la flora intestinal.
Vecino a este stand, y también de Sopó, doña Adriana Arango, bien puesta y muy maja, exhibe sus imágenes de amero, que es el envoltorio de la mazorca. Con esta elabora campesinas, rebaños de ovejas, vírgenes y arcángeles para honrar a estos alados sacramentales que en su municipio hacen gala del patrimonio cultural de Colombia.
Soacha es uno de los municipios más vigorosos y presentes desde todos los flancos en esta nueva versión de la Feria de las Colonias. La participación gastronómica da cuenta de los manjares típicos por antonomasia de esa región, como las tradicionales garullas de maíz, leche y cuajada, que por paquetes en cada mano exhibe la alentada y robustísima Marien Rojas García.
A su lado y vigilante como un custodio del palacio de Buckingham, Charles Morris (nombre inspirado en las sagas karatekas de los años dorados de Bruce Lee), su consorte, promociona corazones acaramelados cubiertos de chocolate, otra de las ricuras del ingenio soachuno.
Me atrevo a preguntarle a Marien, que es agraciada y risueña, que de dónde proviene el nombre que se le adjudica a esta exquisita derivación de la almojábana, que en el léxico rastrero del vulgo urbano se interpreta como un individuo vicioso y degenerado de los estratos bajos que busca hacerle daño a los demás.
Marien, que no alcanza los treinta años de edad, dice desconocer el origen de la palabra, pero argumenta que de esos malandros, los garullas, abundan sin ley por su vasto territorio, y que también se les reconoce con terminachos de jerga como insornias, garbimbas y pirobos, y otros relacionados con innombrables y nauseabundas enfermedades venéreas.
Las carcajadas entre la concurrencia no se hacen esperar. La corpulenta proveedora de garullas me extiende una cotesía para saciar el antojo, pero insiste en recomendarme el maridaje perfecto: un vaso de masato de arroz, “con el toquecito secreto que por años lo ha hecho famoso en esta localidad”, aclara. ¡Qué delicia!
Con los jugos gástricos que entonan las notas protocolarias del Himno Nacional, pero también las del Himno de Cundinamarca, continuamos el recorrido por los pasillos de este departamento que siempre estará acuñado en el corazón de los colombianos.
En otro nicho de Soacha, dos tejedoras, madre e hija, recobran entre lanas vírgenes el mito de la homérica Penélope, al compás interminable de las dos agujas. Son las artífices de la marca Manu-Arte-Nak, doña Leticia Arango, con cincuenta y cinco años de recorrido en el milenario oficio, y Astrid Gallego, pulso y garbo de matrona. El quehacer entre prendas, gorros, ruanas, pantuflas y chales, está sintetizado en la filosofía doméstica de su pionera: “Yo aprendí primero a tejer que a leer”.
Admiramos a vuelo de pájaro -porque ya se acerca la hora de cierre- los tejidos en telar rudimentario de Cogua; el estupendo Café de Don Nico, de Viotá; los vinos artesanales de la Quinta Saroco (Sabor, olor y color de Colombia), provenientes de Silvania -con una recomendación específica, el Mara, que es una destilación del banano “con aderezos revitalizantes y energéticos de coca, menta, cannabis, limonaria, yerbabuena, eucalipto y anís”-; los apiaros de Guasca, Tabio y La Mesa; las exquisiteces frugales en su iridiscente policromía del municipio de Tibirita; las manufacturas en plata, lana y madera de La Calera; las chuculas y los perniles de pavo de Apulo; y las bellísimas joyas artesanales en cristal templado de Madeart, negocio de familia de la vereda Tíquiza, en Chía.
Dicen y me consta que en Cajicá no puede faltar un poeta, un loco y un músico. Aquí, en el stand que lo representa, nos encontramos uno que reúne las tres características: Fernando Mendoza, un bogotano que agotó sus códices y mamotretos de abogado civil, y cualquier día despertó con la decisión de dejarse crecer el pelo y la barba como un anacoreta, y tomar otros rumbos que nada tuvieran que ver con engorrosas leyes y perniciosos litigios.
Mendoza fue a parar a Cajicá. El desgastado uniforme citadino de terno y corbata con el nudo endurecido y brillante de tanto componerlo, fue reemplazado por camisolas y pantalones bombachos de algodón, de esos que se ajustan con cordones del mismo material, y un infaltable gorro blanco de lana virgen que lo hace ver como una versión cundinamarquesa del cura y poeta nicaragüense Ernesto Cardenal.
En el pasado quedaron las arduas jornadas, calle arriba, calle abajo, de trámites y alegatos en barandas y juzgados. Hoy, el viejo Fercho es un cotizado artesano hilandero del fique, material con el que fabrica caperuzas para lámparas, papeleras, servilleteros, curiosidades decorativas.
No le rinde cuentas a nadie. Y le queda tempo, sobre todo en noches de luna llena, entre pletóricas copas de aperitivos, como el que degusta ahora, para soslayarse en versos y prosas. Un personaje que despierta envidia de la buena.
Próximo a abandonar el pabellón, extraño la presencia de un municipio otrora estrella por su imponente catedral salina de la geografía cundinamarquesa: Zipaquirá.
De oídas me he enterado del daño que en los últimos años le ha hecho la depredadora maleza política, las administraciones mediocres, los alcaldes y personeros que aplican la frase del ¿cómo voy yo?, los estragos irreparables de la corruptela y la politización.
Pero no dejo de sentir admiración por la valía y el provecho de los cundinamarqueses pujantes que labran país con tesón, esfuerzo y honradez, como doña Clara González, aferrada por lustros a su máquina Singer. Y son ellos quienes merecen se les destaque con creces.
Los otros, los del bando contrario, los que no hacen ni dejan hacer, allá con sus conciencias.