Julio Cortázar: El Niño Gigante de los 100 años
Por: Ricardo Rondón Ch.
Al decir de Horacio Oliveira, en sus escasos instantes de lucidez, producto de sus interminables borracheras en el Club de la Serpiente, podríamos citar que, como el Jazz, Cortázar “es inevitable como la lluvia, el pan y la sal”.
Mentor conciso de su tiempo, revolucionario de la estructura narrativa y de las ideologías, la marca de su Rayuela nos ha dejado una impronta perenne en nuestras vidas, desde que quedamos atrapados en su juego: del cielo, sólo la luz remota del lucero parisino en las noches febriles de la agonía de Rocamadour, entre la niebla y el humo de un ‘Gitane’ a medio apagar, y un vaso de vodka derrotado en el suelo.
Del infierno, los fantasmas del club, la música pensada de los muertos en ese París inhóspito y gélido de los años 50, la angustia y el caos de sus personajes: Oliveira, el exiliado intelectual argentino que se despoja de sus ambiciones de escritor para abandonarse al amor y a la botella, ayudar de vez en cuando a un viejo librero y servir de corresponsal clandestino con su país, aguardando en cada invierno las rupias que le enviaba a cuenta gotas su hermano, un abogado rosarista.
Con Oliveira, La Maga, la dulce e incomprendida Lucía que en un otoño llegó a París con un bebé (Rocamadour) entre brazos, después de haber pensado en el aborto. Lucía, la uruguaya, enamorada de Horacio, pero también del apátrida filósofo checo Ossip Gregorovius, que cuando le daba la gana en el club, en medio de demoledoras crudas, despertaba los celos homicidas del argentino.
Y con Gregorovius, Ronald, el jazzista y blusero gringo, compinche de La Maga en sus fallidos intentos de imitar a la adorable Bessie Smith; y Babs, su compañera de juerga, su amante, admiradora de Etienne, el pintor francés; intercesora en las disputas filosóficas de Perico Romero, el español, iniciado en la doctrina Zen y el manual teórico-práctico de la tortura del endiablado chino Wong.
Cortázar marcó un hito con Rayuela, la llamada ‘contranovela’, punto y aparte en la admiración y el modelo literario de nuevas generaciones de lectores e iniciados en la literatura
El mundo irrepetible de Julio Cortázar que desató la contracultura de una generación y de muchas generaciones a partir de la lectura de Rayuela, la obra máxima del escritor que nos incitó a vivir sus 36 capítulos, del lado de acá, del lado de allá y de otros lados, con los avances y retrocesos, el toma y dame, y las pérdidas y ganancias propias de la existencia, sin mirar atrás, sin dejarnos vencer a pesar de ser conscientes del sino inexorable del fracaso, única posibilidad para entender el efímero paso que todo mortal, rico o pobre, santo o desalmado, está destinado a transitar en el planeta.
Con su contranovela, Cortázar, de quien celebramos por estas fechas cien años de su nacimiento, nos enseñó a interpretar no sólo el sentido metafísico de la vida a través de la literatura, sino a jugar con lo trágico, lo ineluctable, lo impredecible. Rayuela es justamente eso: una praxis sobredimensionada del decimonónico entretenimiento que con tiza planteábamos sobre el pavimento y echábamos a suertes, entre amigos de calzón corto y muchachitas de trenza y falda escocesa, con artilugios de bolsillo que atesorábamos a la par de las canicas: una piedrita plana, a veces una tapa de refresco; otras, una cáscara de naranja.
De modo que gracias a Rayuela -la cortazariana y la de la cuadrícula de años de infancia- ya conocíamos de tiempo atrás los vericuetos y conexiones entre cielo e infierno, del exilio y de la diáspora, de lo aberrante del totalitarismo, pero como subrayó Eduardo Galeano, «de la esperanza por encima de la nostalgia, para recuperar lo que nos pertenece». Entre tanto seguimos debatiándonos en el purgatorio, en el inseguro terreno límbico de nuestros días, tal y como Cortázar, en sus preciosas y precisas líneas, lo dejó para siempre impreso.
Como un homenaje al Niño Gigante de los 100 años, a su prolífica obra, a sus cuentos, a ‘El perseguidor’, el campeón en este género, incluido en Las armas secretas; a su devoción y aplicación del Jazz -música cifrada de la mayoría de sus novelas y relatos, pero especialmente de Rayuela (esa interrelación de sus músicos e intérpretes admirados y preferidos: Louis Armstrong ‘Satchmo’, Sidney Bechet, Leon ‘Bix’ Beiderbecke, ‘Big Bill’ Broonzy, Benny Carter, ‘Champion’ Jack Duprée, ‘Duke’ Ellington, ‘Dizzy’ Gillespie, Lionel Hampton, ’Col’ Hawkins, Ediie Lang, ‘Jelly Roll’ Morton, Fred Malcom Waring, Lester Young; el genial Earl ‘Fatha’ Hines y Bessie Smith, la arrolladora ‘Emperatriz del blues’), reproducimos apartes de la última entrevista que Julio Cortázar concedió, a escasos días de su fallecimiento, el 12 de febrero de 1984, publicada en la revista Quimera.
¿Recuerda su primera vez como escritor?
“Me acuerdo de un tintero, de una lapicera con pluma ‘cucharita’. Es el atardecer y tengo ocho o nueve años; escribo un poema para celebrar el cumpleaños de un pariente”.
¿Fue primero el verso que la prosa?
“La prosa me cuesta mucho más en ese tiempo, pero lo mismo, escribo un cuento para un perro que se llama ‘Leal’, y que muere por salvar a una niña caída en manos de malvados raptores”.
¿Qué lo impulsa a escribir?
“Escribir no me parece nada insólito, más bien una manera de pasar el tiempo hasta llegar a los quince años y poder entrar en la Marina, que considero mi vocación verdadera. Ese sueño dura poco: de golpe quiero ser músico, pero no tengo aptitudes para el solfeo y en cambio los sonetos me salen redondos”.
¿Devoraba muchos libros?
“El director de la primaria le dice a mi madre que leo demasiado y que me racione los libros. Ese día empiezo a saber que el mundo está lleno de idiotas”.
¿Cuál es su ritual a la hora de escribir?
“De joven escribía de un tirón y luego ‘trabajaba’ el texto ya enfriado, pero ahora tardo más en escribir: dejo que las cosas se preparen y organicen en esa región entre sueño y vigilia, donde laten los pulsos más hondos, y por eso corrijo menos en la relectura”.
¿Prefiere cierto ambiente para trabajar, un tipo de música o alguna silla preferida?
“No soy muy maniático ni muy sistematizado para eso. Pero debo decir que a medida que voy envejeciendo, necesito cada vez más ciertas condiciones. Antes podía trabajar en condiciones incluso físicamente incómodas”.
Su afición por los felinos se ve reflejada en su relato, ‘Orientación de los gatos’. Aquí con su adorado ‘Flanel’. Después vendría ‘Maga’, alusión a la protagonista de Rayuela
Y la soledad y el silencio…
“Me siento más como el caracol dentro de su casa. Estoy más conmigo mismo en un pequeño ambiente. Yo no necesito de grandes lugares. El ruido me espanta. Apenas tolero el ronroneo de ‘Maga’, mi gata”.
¿Qué lo motivó a romper esquemas en la narrativa?
“Soy alguien que escribe porque le gusta y no porque tiene que escribir. De ahí los defectos posibles: falta de planes, de esquemas, pero siempre preferiré esos defectos al aburrimiento del método. Escribo porque me da la gana”.
¿Definitivamente ‘Rayuela’, la gran elegida de sus obras?
“Sí”.
¿Por qué?
“Por muchas lecturas y miradas, y porque el impacto de Rayuela en los jóvenes, cuando fue publicada, fue enorme. No sólo en los lectores, sino en los que empezaban a escribir. Rayuela fue la piedra de toque para que muchos iniciados se enamoraran de la narrativa. Y eso ha sido de gran valía para mí. Además, Rayuela ha contribuido mucho a hacer que la gente se quite la corbata para escribir”.
¿Es eso a lo que usted se refiere como ‘hipocresía lingüística’?
“Sobre todo al lenguaje anquilosado, a esa rancia metodología, a ese rigor anacrónico de la escritura”.
¿Qué le hace pensar que fueron los jóvenes quienes se apasionaron por ‘Rayuela’?
“Yo creo que es porque en Rayuela no hay ninguna lección. A los jóvenes no les gusta que les den lecciones. Los jóvenes encontraban allí sus propias preguntas, sus angustias de todos los días, de adolescentes y de la primera juventud. Eso me parece una recompensa y sigue siendo para mí la justificación del libro”.
El autor de Rayuela en una de sus fotos más conocidas, con un cigarro entre labios
¿Podría hablar de sus sueños, tan recurrentes en el origen de sus cuentos?
“Los sueños son capitales en mi vida. Si hago la cuenta de los que dieron origen a mis cuentos, deben ser muchos. Empezando por Casa tomada, que fue una pesadilla vivida, y escribí el cuento la misma mañana después de haberla tenido”.
¿Qué es un cuento para usted?
“Aunque parezca broma, un cuento es como andar en bicicleta: mientras se mantiene la velocidad del equilibrio es muy fácil, pero si empieza a perder velocidad, ahí te caes, y cuento que pierde velocidad al final, pues es un golpe para el autor y el lector”.
¿Por qué su interés por el boxeo?
“Porque me parece un enfrentamiento muy honesto, muy noble. Me interesa el enfrentamiento de dos tácticas, de dos estilos, la habilidad de vencer, siendo a veces más débil. El que gana no es porque sea el más fuerte, sino porque hizo mejor las cosas”.
¿Cuáles boxeadores son de su admiración?
“Muchos, sobre todo los de la época de oro, Cassius Clay, por ejemplo. Su descaro, sus bravocunadas, ese estilo de desafío permanente, su desfachatez. Él decía que era ‘el más grande’, y quizás lo haya sido. Y de la Argentina admiré al intocable Nicolino Loche”.
¿Y Monzón?
“Sí, me gustaba mucho. Era un boxeador cerebral que usaba la cabeza para pelear. Y era demoledor. De una figura cruel para pegar. La pelea con el italiano Benvenuti, es inolvidable”.
El Jazz, otra de sus grandes pasiones. ¿Sigue tocando la trompeta?
“Cada vez menos. En un tiempo la tocaba pésimamente, para tortura de mis vecinos; pero ahora estoy constantemente viajando, de un lado a otro, vivo en los aviones. Y la trompeta es un instrumento implacable que exige una preparación de los labios. Y eso se consigue tocando seguido”.
¿Tocaba algún instrumento de niño?
“Sí, el piano, me obligaron a tocarlo desde los ocho hasta los trece años, y un día cerré el piano y no quise tocarlo más. Una tía mía, fanática de Bach y de Chopin, fue la que hizo de mí un melómano”.
¿Qué discos salvaría de una emergencia?
“Algunos del viejo Armstrong y de ‘Duke’ Ellington, de los años veinte al treinta”.
En qué momento descubrió la música de Charlie Parker, inspirador de su memorable cuento: ‘El Perseguidor’
“Fue antes de irme de la Argentina. Cuatro o cinco años antes, un día compré ‘Lover man’, sin conocerlo. Al principio mi reacción fue negativa, hasta que un día la cabeza me hizo click, y desde entonces, muchas cosas que había oído hasta ese momento, perdieron sentido. Su música fue muy importante para mí”.
De los que vinieron después, ¿quiénes lo impresionaron como Parker?
“’Dizzy’ Gillespie, Miles Davis y John Coltrane. Esos son discos que también me llevaría conmigo. Y sin duda, no podría olvidarme de Earl ‘Fatha’ Hines, que es un pianista al que adoro”.